El vestido era tan
delgado que se le pegaba en las piernas, pero en su apuro, ella no lo sentía. Cada
paso era una eternidad y el frío le quemaba las plantas descalzas tiñendo de
oscuro la suave piel. En el patio del cité, su madre desmayada apenas volvía en
sí. La noticia del accidente las había dejado en silencio y ese silencio,
pesado como una losa de cementerio, se le plantó en el alma impulsándola a
salir, llena su mente sólo con dos sílabas que resumían toda su voz: papá.
Antes de ver el
tumulto escuchó los lamentos, los gritos que rompían la paz de la mañana
invernal. Junio se incrustaba en los huesos pero no le importaba. El aliento
salía de su boca en volutas intermitentes al compás del dolor en el costado.
Tiró de la chaqueta de una señora pero recibió un manotazo ingrato. Quiso pasar
entre las personas pero un guardia indolente la mandó a casa.
Los frenos del tren
sobre los rieles apagaron el resto de los sonidos y la masa de gente se movió
hacia la Puerta 4 como el monstruo de angustia que era, un cuerpo dolorido de
pena y tristeza por tantos hombres muertos, tantos hijos, maridos y padres
tragados por el humo en medio de la montaña más arriba de la nada. Y la niña
fue engullida.
Cientos de cuerpos
estaban dispuestos en macabro orden sobre los vagones. Una ráfaga de viento le
erizó la piel y quiso retroceder. Su padre no podía estar ahí, no podía. Apenas
tres días atrás habían ido a dejarlo a esa misma estación para que subiera a la
mina a trabajar su turno. Él había dicho que traería dinero para comprarle unos
bonitos zapatos. Su madre lo despidió con un beso y le dio la sorpresa que ya
antes había compartido con ella: pronto tendría un hermanito. El pito del tren
obligó a su padre a subirse radiante, pleno de energía, dispuesto a echar la
montaña abajo para mantener a su familia. El mismo tren que traía los cuerpos
negros y flácidos, tan iguales en la muerte que era imposible distinguir rasgo
alguno. Puso sus manitos en la cara queriendo detener tanta pena, pero era
demasiado fuerte y como una corriente descontrolada, el dolor la sacudió.
Tenía siete años,
pero se levantó sintiendo que tenía cien. Pasó más allá de la gente, más allá
de los guardias y de los muertos negros. Estaba más allá de todo.
Sus ojos empañados
miraban sin ver y torció el camino en una esquina cualquiera. Sólo era otro
vagón igual a los demás, lleno de piernas y manos negras, cuerpos sin nombre,
cuerpos sin afectos. Suspiró.
Una mano sobre su
hombro la hizo girar y unos brazos la estrecharon fuertemente. No tuvo tiempo
para ver o entender. El olor a humo llenaba su nariz, la chaqueta le raspaba la
carita y la voz de su padre le acunaba el oído.
—Estoy aquí— dijo él.
Pero la niña no escuchaba más que el latido de su corazón.
Y al reconocer ese
otro latido que se acoplaba al suyo, al identificar esos ojos que la miraban
hambrientos, la niña supo que el dolor se acaba, las roturas se pegan y el
mundo volvió a encajar. Entonces, en un aliento eterno, se le quebró la voz y
lloró.
Fotografias reales
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