Las duras suelas de sus
botas hacían mover las piedritas al costado de los rieles que sonaban como
cascabeles mientras caminaba. Juan se movía con soltura. Los largos brazos se
balanceaban con la energía del que sabe lo que hace.
El sonido de esas piedras le
recordó cuando, unos años atrás, debía atravesar la línea del tren con los
zapatos rotos, el frío calándole los huesos y la bolsa del hambre enrollada
bajo el brazo, dispuesto a esperar horas en la fila de abastecimiento en el
club social. Su hermano decía que era necesario, que la revolución valía los
sacrificios, pero a él no le importaba. En esos años de sus ojos salía rabia. Y
esa rabia lo alimentaba. Rabia de ver tantos rostros cansados, humillados igual
que él esperando un kilo de pan o un litro de aceite. La rabia de las piedras
en el suelo para cuidar el puesto mientras se iban a otra fila, igual o más
larga, sin saber qué se repartía pero lo que fuera, era algo que se necesitaba.
La rabia que le calentaba el cuerpo durante las horas de espera, le movía las
piernas para llegar más rápido a la casa mientras su mujer cuidaba a los niños
que lloraban de hambre porque no había ni leche para darles.
Levantó la linterna y los
vagones comenzaron a tomar forma. Oscuros, tétricos, esas moles de madera y
fierro le eran tan conocidas como su propio uniforme. Hijo de funcionario de
ferrocarriles, habían ingresado a la empresa con apenas 15 años a hacer los
recados. Su hermano llevaba dos años más y era ayudante de conductor. Pero Juan
había hecho de todo. Desde limpiar los durmientes hasta banderillero de cruce. Quería
a esas piedras, a las maderas y a los cables como si fueran una extensión de sí
mismo.
La vida de Chile transcurría
en esos rieles y Juan, a sus 30 años, había sido un observador atento y
silencioso. Vio los vientos del cambio antes de que llegaran. Divisó al
candidato eterno levantar sus banderas y fue testigo de cómo, año a año,
elección tras elección fue ganando electores. Los andenes no mienten. Y también
supo del inicio del fin. Vio llegar desde los campos a miles de campesinos que
se instalaron en las orillas de las líneas con sus casas de cartón y pizarreño.
Vio a los niños corriendo descalzos por el barro que saltaban los rieles para
ir al colegio que no era otra cosa que buses acondicionados. En ese tiempo él
también le creía al candidato y con su hermano votaron felices por el futuro,
pero cuando el dinero solo servía para encender el brasero, cuando no había
remedios para los enfermos ni pan ni arroz, ya no le creyó más.
Al fondo de la estación, la
luz de la cabina de vigilancia se difuminaba en la sombra creando la sensación
de un velo en el techo de los vagones.
Y después llegaron los
militares. Así como esa luz iluminaron el territorio y sacaron a los comunistas
de todos los rincones del país. Ellos corrieron a las fronteras como ratas y se
fueron mientras los almacenes al fin podían vender comida. Ya no faltó el pan
ni la leche y Juan respiró más tranquilo. Hicieron bien los milicos; había que
poner orden a la cosa porque los bolcheviques querían hacer de la patria una
nueva Cuba. Eso decía el capitán Castro, ahora jefe de la estación donde
trabajaba Juan y si lo decía el capitán, pues era cierto.
Era bueno el capitán. Lo
primero que hizo cuando le asignaron la estación, fue mandar para la casa a
todos los del sindicato. Juan, que nunca quiso meterse en esas cosas, se quedó.
Su hermano Claudio, fue uno de los primeros en salir. Le pidió un poco de plata
para los pasajes y en el tren de las ocho partió al sur.
—Si necesitas algo, avísame—
le dijo Juan en la estación. Podían pensar distinto, pero era su hermano. Dos
años habían pasado y nada se sabía de él.
—Y tú, negro, ¿quieres
servir bien a tu patria o prefieres irte con tu hermano comunacho?— dijo el
capitán mirándolo fijamente a los ojos. Solo quedaban 6 trabajadores puestos en
fila, uno al lado del otro, e iban respondiendo a las preguntas del capitán. En
la puerta de la oficina, un soldado fusil en mano escoltaba a los que, a una
seña del capitán, se tenían que ir.
—Lo que yo quiero es
trabajar, capitán. Lo que haga mi hermano es cosa de él— contestó Juan con voz
segura.
Y comenzó a hacer carrera en
ferrocarriles. Trabajó como siempre lo había hecho, obediente y callado. Si
tenía que subir a las torres de alta tensión para verificar el voltaje, se
ponía su cinturón y lo hacía. Si le decían que faltaban repuestos para la
máquina, pues lo compraba y rendía sagradamente los vueltos. Mientras le
pagaran su sueldo, no se quejaba. Ya estaba juntando platita para comprarse una
renoleta y así pasear con su mujer y sus niños por el parque los domingos.
La estación estaba
silenciosa. Los guardias del tren de la tarde estaban apostados sin diligencia alguna porque nunca pasaba
nada digno de mención a esa hora. El
tren llegaba con su carga, descansaba en la estación y partía temprano en la
mañana para abastecer al sur. Las cajas de frutas y los sacos de harina no
hacen alboroto.
A los soldados los conocía a
todos. Eran apenas unos chiquillos que hacían el servicio militar. Estaba el
Lucho, que fumaba Hilton y cuando estaba de guardia, se sabía donde andaba por
el humito del cigarro; el Ernesto, de mechas tiesas y ojos oscuros que siempre
hablaba de su polola en el norte y de que se casaría con ella cuando terminara
y el Mauri, que se creía oficial y no le alcanzaba ni para cabo. Ese estaba
medio tocado porque cuando estaba de guardia se ponía a marchar de un lado para
otro y por cualquier ruido apuntaba con el fusil. Decían los demás que era así
porque quería ser comando y tenía que demostrar que estaba preparado. Esa noche
estaba el loco Mauri y el ruido de sus botas se escuchaba incluso donde estaba
Juan entre los vagones del tren.
Juan se acomodó el cinturón,
afirmó la linterna con los dientes y puso las manos en la puerta para entrar,
de un empujón, en el vagón abierto. De cuerpo ágil, los músculos delgados se
movían sincronizadamente generando un calor bienvenido. El olor a humedad y
encierro se sintió espeso en contraste con la frescura de la noche. Con la
linterna en la mano comenzó a revisar el contenido de las cajas.
Una semana atrás el capitán
Castro lo había llamado a su oficina.
—Mira negro— le dijo
mientras soltaba el humo del cigarro, —el orden es primordial para que el país
surja y cuando ese orden se quiebra, cuando los de abajo se creen superiores, todo
entra en caos, el sistema cae y se rompe la institucionalidad–. Se detuvo para
fumar de nuevo. Soltó el humo despacio, mirándolo subir y luego dejó el cigarro
en el cenicero —Por eso tuvimos que intervenir, para poner orden. Pero no
podemos hacer todo, necesitamos de los civiles con buena voluntad y amor a la
patria, como tú—. Le indicó con la mano la silla de enfrente, Juan se mantuvo
de pie —Haz demostrado ser de confianza,
Juan. Así que hablé con mi comandante y le informé de tus servicios. Ahora tendrás
otras funciones—. Terminó diciendo con una sonrisa esperando la reacción
festiva de Juan. Como ésta no llegó, agregó —Ganarás más platita y te podrás
comprar la renoleta.
—Muchas gracias, capitán
Castro— fue lo único que dijo Juan antes de dar la vuelta. Y una sonrisa asomó al
salir de la oficina cuando se imaginó la cara de felicidad de su mujer.
Y en eso estaba, en sus
nuevas funciones. Lo que tenía que hacer era revisar cada vagón de los trenes
de carga e informar cualquier detalle extraño. No sabía qué era lo que
esperaban que encontrara pero él revisaba e informaba. Así que empezó a mover
las cajas para contarlas según el detalle que enviaron desde la estación
anterior mientras se escuchaban los pasos del loco Mauri a lo lejos.
Era ya el sexto vagón y
estaba un poco cansado. Los brazos le pesaban cuando se empujaba para subir
pero no se quejaba. Era fácil, era tranquilo y le pagaban. No pedía más. El
saco de papas estaba arrimado contra el muro del vagón y unas cajas de tomates.
Se veía un poco extraño pero como estaba oscuro a veces se confundían las
sombras. Dejó la linterna sobre unas cajas y tomó el saco para ordenarlo. Y el
saco se quejó.
Juan detuvo el movimiento e iluminó el bulto. Eso no eran papas.
Las papas no se movían. El corazón le explotó en un latido que lo dejó sordo a
los otros ruidos pero escuchaba la voz de su hermano en su mente cuando le
contaba que los militares eran asesinos, las voces susurradas de los vecinos
contando sobre desaparecidos y fugados en la noche. Se le aparecieron las
sirenas del toque de queda y los gritos sin explicación que se oían fuera de su
casa. Él se tapaba con las mantas hasta la frente, cerraba fuerte los ojos y se
concentraba en las labores del día siguiente mientras sentía temblar el cuerpo
cálido de su mujer también en silencio. Con dedos temblorosos tomó el saco y lo
movió. El quejido se hizo más fuerte y un sudor frío le corrió por la espalda.
Miró alrededor y recordó que estaba dentro del vagón, en la estación; los pasos
del loco Mauri se escuchaban como un repique.
Un instinto más grande y más
antiguo lo obligó a abrir al saco y
mirar dentro. La visión le apretó el estómago. El hombre tenía el pelo
negro pegoteado de sangre, la piel pálida y los labios rotos por donde apenas
salía un poco de aire. Los ojos hundidos lo miraron con dolor cuando la luz le
dio en la cara.
—Ayúdeme— dijo el hombre
sacando las manos del saco. Tenía los dedos ennegrecidos en las puntas y marcas
en las muñecas. —Ayúdeme, por favor. Tengo que llegar al sur.
—¡Pero qué hace usted aquí!—
las cajas detrás de Juan crujieron cuando su cuerpo chocó con ellas.
—No, por favor, no diga nada…—El
pobre cristiano hacía visibles esfuerzos por respirar —No lo molestaré.
Las manos del hombre se
aferraron a las de Juan. Estaban frías como la muerte y un escalofrío subió por
su brazo erizándole los vellos.
—Suélteme— dijo Juan, espantado. El estómago se le
revolvió de miedo. Se vio a si mismo enfrentando al capitán Castro, incapaz de
explicarle el contacto con esa rata comunista. Pero las manos que lo sujetaban
eran como garfios en su camisa y no lo soltaban. Tiró con fuerza y el brazo del
hombre cayó pesado sobre sus piernas.
Estaba hecho un ovillo,
seguramente entumecido por la postura forzada durante tanto tiempo. A
intervalos, el rostro se le congestionaba de dolor, sobre todo cuando tomaba aire
muy profundo. Algo dentro de Juan lo impulsó a justificarse.
—Tengo que cuidar mi pega ¿entiende?—
una vez más la rabia habló por él — Eso les pasa a ustedes por andar
alborotando. Mi capitán dice que todos ustedes son iguales, lo único que
quieren es hacer la revolución.
—La revolución… ya no
sirve—. Una sonrisa triste lo volvió joven de nuevo. Luego se ensombreció
marcando surcos profundos en su rostro, con la mirada perdida en lugares a los
que nadie más podía llegar — Nos aplastan, nos matan.
El silencio se llenó de
horrores impronunciables que Juan fue incapaz de soportar.
—Yo… yo… yo tengo que informar…
— dijo Juan moviéndose hacia la puerta del vagón.
—El compañero Claudio … dijo
que me ayudaría—. Las rodillas de Juan se convirtieron en agua, un golpe seco
en el pecho le impidió respirar —“Dile a mi hermano que lo quiero”, me dijo.
—El Claudio está en el
extranjero— repitió sin creer lo que decía. Su voz sonó plana hasta para él
mismo, pero lo que ese hombre insinuaba, no podía ser cierto.
—No amigo, el compañero está
encerrado—. Juan lo tomó por los hombros con fuerza —Está… en Tres Álamos —. No
se daba cuenta que apretaba más fuerte al hombre pero el movimiento de su
cuerpo hizo que lo soltara —Él dijo que usted era buena gente y me tiró pa’l
tren.
Los pasos del loco Mauri ya
estaban bajo el vagón. El hombre se encogió como pudo dentro del saco y se
quedó en silencio. Juan alcanzó a mover la linterna.
—Tanto que te demorai, poh
negro– dijo el loco subiendo al vagón –¿te quedaste conversando con las
zanahorias?– se detuvo frente a Juan y lo miró con sospecha –¿pasa algo? Estai
raro…
Seguro que el oído de
comando del loco Mauri escuchaba la respiración del hombre en el saco. Juan la
escuchaba como si hubiese corrido una maratón. Y los latidos de su propio
corazón retumbaban en sus oídos tan fuerte que le daba un poco de vértigo.
—No me pasa nada, es que
estoy cansado— dijo intentando sonar tranquilo. Si decía cualquier cosa,
seguramente el loco se llevaría al hombre y la única posibilidad de saber de su
hermano. Pero si no decía nada y lo pillaban, estaba frito. Se acababa la pega,
la familia y la renoleta. No habría nadie que cuidara de su mujer ni de sus
hijos. Él nunca había sido de decisiones precipitadas y en ese momento, la vida
se decidía en un segundo. Sí, mejor le decía al loco y se terminaba la
cuestión. Cada uno debe cuidar a su familia y a sí mismo; si su hermano y sus
amigos comunistas no lo entendían así, era problema de ellos. Mejor hablar y
todo seguiría como antes. Se enderezó y tomó la linterna.
—¿Y qué te pasó en la mano?—
preguntó el soldado.
Juan se miró. Levantó la
mano y vio manchas rojas en sus dedos. Era la sangre del hombre, de sus
heridas, de su vida. Tenía las manos manchadas con la sangre de un hombre,
literalmente.
Miró al Mauri. Las piernas
separadas, las manos en el fusil y la mirada oscura, con un brillo anormal en
los ojos. De pronto el peso que tenía en el pecho se hizo más liviano. La voz
le salió firme al hablar.
—Puta que soy huevón, me
corté con una caja; ¿tení un parche curita?– el otro negó con la cabeza —¿me
podí ir a buscar uno mientras ordeno las cajas?
—¿Y te creí que me podí
mandar, negro? Acá nosotros damos las órdenes– Adelantó el cuerpo y chocó con
una de las cajas. Juan le sonrió y bajó los ojos al desafío. Había que andarse
con cuidado con el soldado.
—Eso lo tengo claro poh
Mauri, si es porque te moví más rápido que yo, no más. Además, el botiquín está
en la oficina del capitán Castro y yo no puedo entrar ahí.
—Está bien— dijo luego de
una pausa evaluadora, algo no le cuadraba pero como no era de muchas luces, no
sabía qué pensar —pero gánate más allá para no tener que caminar tanto, mira
que tengo que vigilar toda la estación. Y dejai bien ordenadas las cajas, ¿me
oíste?
Los pasos se fueron
alejando. Juan giró su cuerpo y en un solo movimiento, la tensión salió por su
boca en una arcada que lo partió en dos. Limpiándose con la manga, todavía
sudoroso, movió las cajas para dejar cubierto el saco. Antes de irse el hombre le
habló.
—Gracias, compañero—. El
miedo y el alivio todavía luchaban en los ojos del hombre.
—No me diga na’ compañero–.
Una mano fría sobre su brazo se apretó en agradecimiento, él devolvió el
apretón –Más tarde, apenas pueda, le traeré un pancito. No se baje en la
siguiente estación, es San Fernando y también está vigilada. Bájese en
Población, que es más chico y ahí se puede esconder en los cerros unos días.
A la mañana siguiente el
tren partió y el capitán Castro nunca se enteró del sobrecargo. Pasaron los
días y encontró otro bulto. Y otro. Y otros más a lo largo de los años. Los
bultos a veces llegaban muy mal; incluso hubo uno que no siguió el viaje. Tres
veces estuvo a punto de que lo pillaran, pero salvó por poco. Fueron los bultos
quienes le dieron cuenta de la suerte de su hermano y pese a que él no iba a
regresar, Juan siguió revisando los vagones y cuidando el tránsito. Rechazó dos
veces el ascenso diciendo que le gustaba trabajar de noche. Y cuando al fin
llegó la democracia, se retiró. Esa tarde subió él al tren de las ocho, llegó
hasta la costa y miró el mar. No había tumba donde ir a ver a su hermano o fosa
donde ir a rezarle. Así que miró un rato el ir y venir de las olas mientras
pequeñas gotitas de sal le salpicaban el rostro. Respiró hondo. Donde
estuviera, seguro Claudio lo estaría mirando. Levantó la cara al cielo y sonrió. “Te quiero,
hermano”, dijo despacio. Había cumplido.