Uniformes de Chile: Los soldados de la Patria



En 1810, la Primera Junta Nacional de Gobierno pidió al capitán de Ingenieros don Juan Mackenna un estudio sobre defensa del territorio y organización del Ejército de la Patria.

Resultado de este estudio fue la creación del Batallón de Infantería Granaderos de Chile y los escuadrones de caballería Dragones de Chile. Estas unidades seguían la moda española, especialmente el Batallón Granaderos, cuyo uniforme mantenía el morrión alto de los granaderos españoles, pero forrado en tela azul, con la vuelta lacre y adornado con una granada dorada.



El diseño de estos uniformes ya está influenciado por los cambios introducidos durante el período de la revolución francesa. Los granaderos de azul, con polainas altas y negras, y pantalones blancos, acompañan a los distintos cuerpos de dragones que, al igual que en la metrópolis, se distinguen por el color de sus uniformes.

Los uniformes creados por José Miguel Carrera, especialmente el de Húsares de la Gran Guardia, se ciñen a las normas establecidas en España durante la invasión napoleónica.

Al asumir el gobierno don José Miguel Carrera (1811), aumentó la dotación del Granaderos de Chile a 1.200 plazas, creó el Regimiento de Caballería Húsares de la Gran Guardia en base a los disueltos Dragones, y organizó el Escuadrón Húsares de la Gran Guardia del General.


El Regimiento de Húsares de la Gran Guardia fue creado por don José Miguel Carrera en el año 1812 y contaba con 500 hombres distribuidos en dos escuadrones de tres compañías cada uno, y una Planta Mayor. Vestían chaquetilla y pantalón azul con trenzado y vivos negros, morrión azul con cordones negros, penacho blanco. La pelliza azul con borde de piel y trenzado negros. Los oficiales reemplazaban el trenzado negro por uno amarillo y los cordones del morrión eran blancos. Este Regimiento fue reforzado en 1814 por los llamados Húsares de la Guardida del General, formados en base a los Regimientos de Milicias del Principe, La Princesa, Dragones de Sagunto y Regimiento San Fernando.  Vestían el mismo uniforme de los Húsares pero se armaban sólo de lanza y sable.

Estos cuerpos, más las milicias que se unieron a sus fuerzas, combatieron a los bravos defensores del Rey, que a principios de 1813 iniciaron la Reconquista de Chile. Sin embargo, al estallar el conflicto, el ejército no se halla aún convenientemente preparado para enfrentarlo.


En las primeras semanas de 1813 arribó a Chiloé el Brigadier de la Real Armada Española don José Antonio Pareja, junto con un cuadro de oficiales y clases. Allí reclutó las milicias isleñas y continuó hacia Valdivia, ciudad que también se plegó a las banderas reales, y el 26 de marzo desembarcó en el puerto de San Vicente (Talcahuano) con tres batallones de infantería y una brigada de artillería, con un total de 2.370 plazas. Reforzado por las fuerzas penquistas, cuerpos de línea y milicias, Pareja inició el avance hacia Santiago.

El ejército realista estaba formado casi en su totalidad por chilenos, reclutados por los oficiales españoles que llegaron junto a Pareja. De los 6.000 hombres con que contaba al llegar a la región de Chillán, sólo los Dragones de la Frontera, el Fijo de Concepción, el Fijo de Valdivia y algunas compañías de artilleros pertenecían a los llamados Batallones Veteranos o de Línea. El resto, la gran mayoría de ese Ejército chileno-realista, quedó integrado por las milicias relcutadas en el camino a Santiago.

Por su parte, el Brigadier José Miguel Carrera, Presidente de la Junta de Gobierno y el Primer Comandante en Jefe del Ejército, partía hacia el sur con una escolta de 15 jinetes, llegando a talca con 50 hombres. En esta ciudad procedió a organizar el Ejército Patriota, al cual se integraron las milicias de las regiones comprendidas entre Santiago y Los Ángeles.

Ambos contingentes rompían el fuego la noche del 26 de Abril de 1813 en la localidad de Yerbas Buenas.


Luego de los sucesivos encuentros y combates que caracterizan los años 1813 y 1814, el Ejército Realista inicia su ofensiva final reforzado por las nuevas tropas enviadas por el Virrey del Perú. Los 800 infantes, que llegaron desde Lima con el Brigadier Gabino Gaínza, más el Batallón Talavera (recién embarcado desde España), dos compañias del Real de Lima y un escuadrón de Húsares, todos bajo el mando del General Mariano Osorio, chocan en Rancagua con las reducidas y peor equipadas tropas patriotas al mando del General Bernardo O'Higgins.

La batalla, que se prolongó por dos días consecutivos en la Plaza de Armas de la ciudad, concluyó con el triunfo de las armas del Rey y marca el fin de la Patria Vieja.

Al cesar en su cargo de Gobernador don Mariano Osorio, le sucede en el poder el Mariscal de Campo don Casimiro Marcó del Pont, quien implanta en toda su represión realista. La tarea de la policía de la ciudad fue encomendada al Batallón español Talaveras, que concentró su acción en la persecución de los elementos patriotas más destacados.

La Reconquista, que duró dos años y meses, sólo encontró la porfiada resistencia de los guerrilleros de Manuel Rodríguez, quienes, encargados de descomponer la unidad del Ejército Realista a través de acciones simultáneas en distintos puntos del país, fueron la avanzada de un Ejército poderoso que se organizaba al otro lado de la cordillera.


Era ése el Ejército de Los Andes, forjado por la mano del Capitán General don José de San Martín.

El 1° de enero de 1817 el ejército chileno-argentino organizado en Mendoza quedaba en óptimas condiciones para iniciar la travesía de Los Andes.

El plan concebido para la reconquista del territorio del territorio perdido se estructuró de la siguiente manera: El grueso del ejército, formado por las columnas de O'Higgins y Soler, cruzaría la cordillera por el paso de Los Patos, para finalmente desembocar en Putaendo, y la división de Las Heras avanzaría por Uspallata, para arribar a Santa Rosa de Los Andes. El fin último de ambas divisiones sería encontrarse el mismo día en el valle de Aconcagua y apoderarse conjuntamente de San Felipe y Los Andes. Otra división, al mando de don Ramón Freire, se introduciría al país por el paso de El Planchón, para penetrar a la zona comprendida entre Curicó y San Fernando, mientras otras fracciones desembocarían en Coquimbo, Copiapó y Portillo.

Las unidades patriotas fueron uniformadas y organizadas de acuerdo a los cánones napoleónicos, como resultado de la presencia en ellas de destacados oficiales que habían participado en las campañas del emperador francés. Derrotado Napoleón Bonaparte (1815), gran cantidad de altos oficiales, franceses e ingleses, se incorporaron a las guerras en América, aportando sus conocimientos tanto tácticos como organizativos. Brayer, Bacler, D'Albe, Beaucheff, Rondizzoni y Viel son algunos de los nombres de esos soldados europeos que unieron su destino al de América independiente.



A la tropa se la vistió de azul, con vivos rojos y fornitura blanca, y se le entregó el modelo de morrión llamado chacó, de suela y con copa plana. Sólo algunas unidades vistieron de rojo con vivos amarillos, como el N°8 de Negros, argentino, o de verde, color que se asignó a los Cazadores de Chile y a los Cazadores de Los Andes. El Batallón Cazadores de Coquimbo vestía de azul con vivos verdes.

Este ejército, vistoso, bien organizado y disciplinado cruzó el gran obstáculo cordillerano, y con la precisión de un reloj cayó sobre los pntos prefijados, en la fecha exacta, definiendo su victoria en los campos de Chacabuco, en la zona precordillerana del Valle de Aconcagua.

El 12 de febrero de 1817, las armas patriotas ponían en fuga al desorganizado ejército de Marcó del Pont, ingresando a la capital en medio de la alegría de un pueblo que por más de dos años había sufrido la represión realista.

La victoria de Chacabuco permitió a Chile, planificar su organizacón como Estado, a la vez que lanzar su mirada desafiante hacia el norte: hacia el Perú de los Virreyes.

Pero la victoria no había conquistado la libertad. Los restos del ejército realista se replegaron hacia el sur y se hicieron fuertes en la zona de Talcahuano, intensificando su acción en la esa región.

A comienzos del año 1818 el Ejército de Los Andes se aproxima a las posiciones españolas, pero en Cancha Rayada su avance victorioso se transforma en una caótica derrota. Sólo queda entonces la alternativa desesperada de retroceder hacia Santiago y defender la capital hasta el último hombre.

Luego de la victoria lograda sobre el ejército patriota en Cancha Rayada, el general español don Mariano Osorio, avanza sobre Santiago en persecución de las tropas de San Martín y O'Higgins. El primero ha debido asumir el mando total del ejército debido a que O'Higgins se encuentra herido y hace los aprestos necesarios para hacer frente al ataque realista.

Al amanecer del 5 de abril de 1818 ambos ejércitos ocupan sus posiciones para la batalla devisiva.

El ejército realista toma colocación en una meseta ubicada al norte de las casass de Lo Espejo, donde se instala el parque y bagajes. En seguida procede a desplegar sus cuatro batallones de infantería y una compañía de zapadores en tres columnas, cada una de ellas con 4 cañones, a la vez que refuerza la línea con las escasas unidades de caballería de que dispone.

Por su parte, los patriotas, separados de las fuerzas adversarias por una hondonada, forman en tres divisiones, con un total de 9 batallones de infantería, de los cuales tres constituyen la reserva. La caballería, integrada por Granaderos y Cazadores, se ubica a derecha e izquierda de la línea respectivamente.

La artillería patriota, superior en número, abre fuego cerca de mediodía y a su amparo, las divisiones de Las Heras y Alvarado marchan sobre la posición realista. Sin embargo, muy pronto sus filas muestran el efecto de la certera puntería de los veteranos batallones del rey y las unidades de la división de Las Heras deben replegarse perseguidas por la caballería española. A pesar de ello, la oportuna intervención de los Granaderos patriotas restablece la línea y logran rechazar al adversario.


Por otra parte, mientras Las Heras retrocede, Alvarado encuentra una fuerte resistencia que le obliga a replegarse en desorden. Esta situación es rápidamente aprovechada por el coronel realista Ordóñez, quien encabeza el contraataque al mando de los batallones Burgos, Arequipa, Infante Don Carlos y Concepción. El empuje de los españoles es avasallador, pero cerradas descargas de la artillería patriota frenan su avance. A esto se suma la aparición de la reserva de Quintana que con su ímpetu hace retroceder definitivamente al adversario.

Con su caballería desbandada, la artillería perdida, salvo dos piezas y habiendo huido el general Osorio del campo, Ordóñez toma el mando y formando en apretadas columnas su magnífica artillería, se repliega sobre las casas de Los Espejo. En perfecto orden, vendiendo caras sus vidas, los soldados realistas se retiran con sus banderas desplegadas al viento. Son las 2 de la tarde de aquel día 5 de abril.

Llegados a Lo Espejo, Ordóñez distribuye su gente en techos y cercos, y abre devastador fuego sobre la infantería patriota que avanza a la carrera en su persecución. El batallón de Cazadores de Coquimbo, lanzado en imprudente ataque, es diezmado y debe retroceder dejando a 250 de los suyos en terreno, San Martín ordena entonces el bombardeo de la posición realista, que resiste con desesperación en una lucha sin cuartel. Sin embargo, pocos son los que logran escapar, alcanzando sus bajas a los 1.500 muertos y 2.289 prisioneros, más las armas y bagajes de todo el ejército.


El abrazo emocionado de O'Higgins y San Martín, en medio del delirante entusiasmo de la tropa, confirma la victoria y afianza definitivamente la independencia de Chile.

Habiéndose afianzado la independencia de Chile en Maipú, O'Higgins, Director Supremo de la nación, emprende el extraordinario proyecto de equipar una expedición libertadora para el Perú. Para ello, contando sólo con la entusiasta adhesión de sus esforazados seguidores y los escasos recursos que el país podía facilitar, equipa una escuadra integrada por los buques de guerra: O'Higgins, Lautaro, San Martín, Araucano, Galvarino, Independencia y Moctezuma, y numerosos transportes. En ellos se embarcan 4.000 hombres, en su mayoría chilenos, distribuidos en cinco batallones de infantería, uno de artillería y dos regimientos de caballería.

Esta expedición, que con tanto sacrificio se montara, deambulará por las planicies peruanas durante cuatro largos años antes de obtener el triunfo decisivo junto a las tropas de Bolívar en Junín y Ayacucho. Con un mando vacilante, diazmados por las enfermedades y el terrible clima de la sierra, sólo dos hechos, ambos navales, marcan esta prolongada campaña. Uno es la captura de la Esmeralda, y el otro la toma de Valdivia.


La Esmeralda, poderosa fragata de guerra española, se encontraba fondeada en el Callao, protegida por 300 bocas de fuego. El almirante Cochrane, brillante marino británico que se había incorporado a la lucha por la independencia de Chile y era el Comandante en Jefe de la Escuadra, concibe un hábil plan para apoderarse de tan preciada presa, y en la noche del 5 de noviembre de 1820 a la cabeza de 160 marineros y 80 infantes de marina, vestidos de blanco y con un brazal azul para distinguirse, aborda por sorpresa la nave española. Tras 17 mintuos de violento combate con arma blanca, se apodera de la nave, que saca de la bahía en medio de la ira y el estupor de sus adversarios.

La frase de Cochrane "jamás había visto desplegar mayor bravura que la de mis compañeros", rinde merecido tributo a una de las grandes hazañas de nuestra Armada.

El hecho más significativo de la campaña libertadora es, sin duda, la toma de Valdivia, por su importancia estratégica, ya que con ella los realistas se vieron despojados de su más poderoso bastión en Chile.

A la cabeza de la Escuadra Libertadora, Cochrane persigue a la Armada Española hasta Guayaquil y desde allí zarpa en diciembre de 1819 con rumbo al sur en su nave insignia. Su meta: los fuertes de Valdivia a 3.400 millas de distancia.

Tras recoger refuerzos en Talcahuano, integrados por los batallones de infantería N° 1 y 3, al mando del Sargento Mayor Jorge Beaucheff, antiguo oficial de Napoleón, Cochrane zarpa hacia Valdivia con una escuadrilla integrada, además de la O'Higgins, por el bergatín Intrépido y la goleta Moctezuma.

La plaza fuerte de Valdivia, conocida como el Gibraltar del Pacífico, estaba constituida en 1820 por una cadena de reductos que rodeaban la bahía como tenazas. Partiendo de la batería del Molino al nororiente, una sucesión de 9 baterias, 4 fuertes y 4 poderosos castillos de piedra flanqueaban el acceso a Valdivia hasta cerrar el anillo de fuego de sus 110 piezas de artillería en el morro Gonzalo, al surponiente de la bahía. 1.800 hombres de infantería y artilleros, entre soldados de línea del Cantabria y Valdivia y milicianos reclutados entre los criollos partidarios del Rey en la zona, guarnecen los fuertes y sus accesos.


Frente a estas formidables defensas, Cochrane cuenta con algo más de 400 hombres, entre soldados de línea e infantes de marina. Estos últimos, mandados por el Comandante Guillermo Miller, serán los primeros en desembarcar en la Aguada del Inglés, bajo el martilleo de los cañones realistas.

Con las baterías de la Moctezuma y el Intrépido apoyando la maniobra, los patriotas se lanzan a la carrera por los estrechos senderos que unen las fortificaciones adversarias, tomándolas a la bayoneta una tras otra.

Al atardecer del día 4 de febrero de 1820, al amparo de las sombras, los chilenos asaltan el castillo de Corral. Antes de medianoche San Carlos, Amargos, Chorocamayo Alto y Bajo y la fortaleza de Corral, están en manos patriotas, mientras los defensores sobrevivientes cruzan al otro lado de la bahía, utilizando cualquier medio para escapar del combate.

Al amanecer del día 5 hace su aparición la fragata O'Higgins, que había varado el día anterior, y ante su vista los defensores de los restantes fuertes consideran preferible capitular. Ese mismo día Cochrane hace su entrada a Valdivia. La increíble hazaña se había logrado.

Debido a la imprevisión del Alto Mando patriota y a la falta de recursos del gobierno, que había gastado hasta su último centavo en el equipamiento de la Expedición Libertadora del Perú, los restos del derrotado ejército español logran concentrarse en la zona sur del país, la que se convierte en el centro de la resistencia realista.

Sus fuerzas se ven allí incrementadas al unírsele las montoneras acaudilladas por destacados hacendados realistas, que reclutan sus hombres entre el inqilinaje y los indígenas de esa inmensa y no sometida región.


Sólo un año después de la victoria de Maipú, el gobierno decide expedicionar hacia Concepción para batir los últimos puntos rebeldes. Sin embargo, esta lucha, que parecia de fácil término, se transforma en una sucesión de hechos sangrientos, que sólo terminarán casi una década más tarde con la derrota total de los últimos defensores del Rey.

Frente a una masa de centenares de jinetes bien pertrechados, los patriotas sólo pueden oponer débiles unidades, mal vestidas y peor equipadas, cuyos jinetes marchan con sus monturas al hombro por falta de caballos y cuyaos infantes carecen de calzado. Sus denodados jefes Ramón Freire, Jorge Beaucheff y Joaquín Prieto luchan con la impotencia del que se sabe olvidado. Los refuerzos que ocasionalmente llegan, pronto desaparecen en el fragor de la lucha.

Dentro del marco de esta inhumana guerra, dos hechos destacan por su excesiva violencia. Ellos son las batallas de Pangal y Tarpellanca.

En el Combate de Pangal, el Comandante O'Carrol, brillante militar inglés al servicio de Chile, entra en campaña al frente de su flamante escuadrón de Dragones, en septiembre de 1820.


Días más tarde, emboscados en Pangal por los realistas, las hermosas chaquetas azules de sus jinetes sirven de botín de guerra a los indios a la par que su bravo jefe es fusilado por los vencedores. Sólo pocos días después, el 26 del mismo mes, el Mariscal Andrés de Alcázar, copado en Tarpellanca al frente de un puñado de soldados de la guarnición de Los Ángeles y centenares de civiles, rinde sus hombres a la palabra del caudillo Benavides. Este, asegurado el triunfo, pasa a cuchillo al anciano Mariscal y a todos los hombres, mientras las mujeres son entregadas como botín de guerra a sus seguidores.

Ante esta situación nuevas unidades patriotas se unen a la lucha en el sur, mientras los comandantes Freire y Prieto elaboran un plan de acción coordinada.

Las victorias de la Alameda de Concepción y Vegas de Saldías sellan definitivamente la victoria de las fuerzas patriotas, poniendo término a esta, tan larga como sangrienta campaña, que constituye uno de los capítulos más sombríos de nuestra historia republicana. 




Fuente:

- 4 siglos de Uniformes en Chile. Alberto y Antonio Márquez. 1977

Los Brillantes Soldados del Rey



Nuevos vientos políticos soplan sobre Europa al iniciarse el siglo XVIII. El sentido crítico y las tendencias reformistas caracterizan el llamado "Despotismo Ilustrado", y España no permance ajena a esta nueva realidad.

En 1700 fallece el Rey Carlos II, y con él se extingue el último representante de la Casa de Austria. La corona es de inmediato reclamada por Felipe de Anjou, nieto del rey francés Luis XIV, quien toma el poder bajo el nombre de Felipe V. Así se inicia en España la dinastía francesa de los Borbones, quebrando de esta manera, el equilibrio mantenido en Europa por los austríacos.

La respuesta, en forma de guerra, no se hace esperar. La nueva posición hegemónica adquirida por Francia, y la consecuente resistencia de los otros estados europeos, desencadenan la Guerra de Sucesión de España (1702 - 1714), enfrentándose la coalición formada por Inglaterra, Austria y Holanda contra Francia, España, Baviera, Portugal y Saboya. El conflicto finaliza con las Paces de Utrecht y Rastatt (1713 - 1714), mediante las cuales se confirma la sucesión de los Borbones en España, pero con la pérdida de éstos de Flandes e Italia (cedidas a Austria) y de Gibraltar y Menorca, que quedaron en manos de Inglaterra.

Escudo de Armas de la Casa de Borbón 1700-1761

Con la instalación de la dinastía francesa en el trono de España, la influencia del estado vecino se deja sentir de inmediato, especialmente en los círculos más elevados de la sociedad. La tendencia absolutista y centralizadora se abre paso en un país acostumbrado a un régimen monárquico de corte autoritario. La unidad nacional y la búsqueda de un arquetipo tradicional, representado en el godo primitivo, estructura la nueva concepción de España.

Por otra parte, si la metrópolis se transforma, los vasos comunicantes que son sus colonias, muestran a su vez, los efectos del cambio. Entre terremotos (como el de 1730 que afectó a Chile desde La Serena hasta Valdivia) y los grandes alzamientos indígenas surge aquí también el espiritu de la Ilustración, específicamente a través de los gobernadores del siglo XVIII.

La fundación de la Universidad de San Felipe, bajo el mandato del gobernador Ortiz de Rozas; las reformas militares y descripciones geográficas de Amat y Juniet; la creación del Colegio Carolino y de la Academia de Leyes, por una parte, y la completa reorganización del ejército y milicias, por otra, obras ambas de Agustín de Jáuregui, son pequeñas pero claras muestras del incremento que, en todos los terrenos, perfilan el nuevo criterio que anima a la Corona en Chile.

El historiador Rosales calcula que los primeros 130 años de guerra con Arauco costaron a España 42.000 soldados y 40.000.000 de pesos. Sólo en el lapso comprendido entre 1601 y 1658 la guerra costó a España más de 9.000 soldados y 16.109.663 pesos y tres reales.

No hubo gobernador que no llegara a Chile con 300, 500 y hasta 1.000 hombres de refuerzo, y si éstos se suman a los muchos miles de hijos de españoles (todos los cuales pelearon) nacidos en CHile durante los casi tres siglos que duró la lucha, es fácil formarse una idea del toner de las Danides que resultó para España la guerra de los araucanos.

Con el advenimiento del nuevo siglo, la guerra de Arauco entra en una etapa más pacífica, reglamentada por los llamados "parlamentos" o conferencias de paz entre españoles y araucanos.

Esta aparente calma es, sin embargo, activamente aprovechada por los gobernadores para consolidar la defensa del territorio y las fronteras. Guill y Gonzaga ordena la restauración del fuerte fronterizo de Santa Juana, mientras Ambrosio O'Higgins, Maestre de Campo y futuro gobernador del Reino, funda, uno tras otro, una serie de nuevos fuertes en la belicosa región de la frontera.

En cuanto a la organización misma del ejército, el siglo XVIII es también generoso en reformas y reestructuraciones.

Por medio del Real Placarte de abril de 1703 Su Majestad el Rey había concedido nuevas dotaciones y sueldos al ejército del Reino. Sin embargo, la implantación de una guerra defensiva y las reducción impuestas al erario, determinaron la disminución del número de plazas en el ejército, a la vez que obligaron a un cambio en el sistema de sueldos. Estas medidas, propuestas al Rey por el Gobernador y Maestre de Campo Manso de Velasco, fueron aprobadas por Fernando VI, de acuerdo a su Reglamento del Ejército de 1753.


A pesar de los anterior, y dando un nuevo impulso a la actividad castrense, el nuevo Gobernador, Amat y Juniet, reorganiza el Ejército colonial, tarea que es complementada por el Reglamento General de Ejército, expedido por su Majestad Carlos III de España, y fechado en junio de 1768.

Estas realizaciones podrían ser consideradas como las etapas previas a la consolidación general del Ejército durante la Colonia, ya que este largo proceso que inicia Alonso de Ribera en 1603 culmina sólo 150 años más tarde, cuando el Gobernador del Reino, Agustín de Jáuregui y Aldacoa, abandona la inactividad a la que se encuentra sometido el Ejército, explota las rivalidades entre los principales caciques mapuches y ordena reforzar la línea fronteriza en el sur.

La completa reorganización que Jáuregui implanta en el Ejército, el aumento de plazas, su distribución en todo el país, el perfeccionamiento de los cuerpos de milicias y la intensa disciplina a que somete a las compañias veteranas, reciben la ratificación real el 4 de enero de 1778.

Sólo en la segunda mitad del siglo XVIII, y muy particularmente, bajo la administración de Jáuregui se dota a las fuerzas militares con un vestuario adecuado.

No sin cierta alarma, el gobernador comprueba el desastroso estado en que se hallan los regimientos, y desde el momento en que asume su alto cargo (1773), se aboca a la tarea de estructurar un ejército que respondiera eficientemente a las necesidades de la Colonia. Es así como, mediante la Ordenanza de 1777, aprobada por Carlos III al año siguiente, fija la distribución de las unidades y los uniformes, tanto para los cuerpos veteranos como para las milicias. Estos uniformes siguen el padrón común en boga en Europa y son reflejo de la moda francesa que en esos momnetos imperaba en España.


Entre las unidades prima el color azul y el rojo vivo, siendo esta la pauta feneral a seguir. Sin embargo, y al igual que en la metrópoli, algunas unidades conservan sus tonalidades propias, como es el caso de los dragones, que tradicionalmente habían vestido de amarillo. En Chile, los Dragones de la Sagunto, acantonados en la Villa de Santa Cruz de Triana (Rancagua), lucen un vistoso uniforme amarillo, con vueltas, pechera y botamangas color verde, fiel imitación del uniforme del regimiento Dragones de Sagunto de España.

Algo similar ocurre con otras unidades, en que la tendencia azul cede el paso al encarnado, como sucede con las milicias del Infante de Asturias, en Valparaíso; el Regimiento de Los Andes, que prestaba servicios en Chillán y varios más, repartidos desde Coquimbo a Chiloé.


En este último lugar, y debido a la gran distancia que las separaba de la capital, las milicias no participan de la moda general y realizan sus actividades envueltas en "un extraño traje llamado poncho", al decir de un gobernador de la época.

En la Ordenanza General de Jáuregui, queda entregado al celo de los oficiales velar por el cumplimiento del reglamento, señalando, además, que los soldados deben "observar el aseo correspondiente a su calidad". Aun cuando el uniforme es de propiedad del soldado, a su fallecimiento pasa a poder de un nuevo recluta. Sólo se hace la salvedad en caso de muerte por enfermedad contagiosa, lo que obliga a su inmediata incineración.


Estos uniformes sólo sufrirán leves modificaciones a través del tiempo, hasta que, por Real Orden del 20 de febrero de 1789, y bajo el gobierno de Ambrosio O'Higgins, se reglamenta sobre los uniformes para las milicias de América, las cuales quedan divididas en dos grupos: los cuerpos o compañías llamados "milicias regladas o provinciales" y las "milicias urbanas". A las primeras se les asigna un uniforme color corteza, con vivos encarnados, mientras que a las urbanas se les asigna el color pardo.

La moda borbónica, que es la fuente de inspiración de nuestros uniformes coloniales, cederá el paso a una nueva corriente producto de la Revolución Francesa y el Imperio de Napoleón Bonaparte.

Al proclamarse la Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810, aún se mantenían los modelos señalados en la ordenanza de Jáuregui, si bien debemos tomar en cuenta la eterna pobreza del erario, que dificultaba el normal cumplimiento de ella.



Desde comienzos de la Colonia, los españoes se organizaron en cuerpos de milicias para defender el territorio conquistado y a la vez, dedicarse a sus labores agrícolas. De esta forma se evitaba el elevado costo de mantener un ejército regular en todos los puntos habitados, ya que estos cuerpos participaban junto al ejército sólo en las campañas de primavera y verano, para más tarde reintegrarse a sus faenas habituales.

El gobernador podía llamar a los milicianos a las armas únicamente bajo orden de apercibimiento, y esto generalmente, debido a algún alzamiento indígena. El mando de estas milicias coloniales recaía en miembros de batallones veteranos, quienes debían velar por la formación y disciplina de ellas.

Será bajo los gobiernos de Amat y Járegui, cuando las milicias alcancen su mejor grado de preparación. Mediante la reforma de 1778, don Agustín de Járegui y Aldacoa reorganizó el ejército colonial en batallones veteranos o de línea y milicias. A todos estos cuerpos se les asignó un determinado uniforme, dotación y ubicación geográfica; respondiendo a las necesidades de defensa y seguridad territorial. El mayor contingente se ubicó, lógicamente, en la región fronteriza y en la capital.

Los batallones de línea se distribuyeron principalmente en Santiago, Valparaíso, Juan Fernández y Valdivia, alcanzanso un total de 1.150 plazas, organizadas en 11 compañías de infantería, 10 de dragones y en 2 de artillería.

Estas unidades, más el total de los cuerpos de milicias, son ubicadas a lo largo del reino, desde Copiapó a Chiloé.

El estudio de los uniformes de los Ingenieros Reales y del personal de Cirujanos Militares, cierra el ciclo del Ejército Colonial.

Los Ingenieros Reales, que preponderante papel tuvieron en la construcción de las fortificaciones militares y en particular de los famosos Castillos de Valdivia, conocidos como el Gibraltar del Pacífico usaban un colorido uniforme. Vestían casaca azul, con vueltas, cuello y forro encarnado. La solapa de terciopelo negro con 7 ojales de plata. De plata también los castillos que se llevaban en el cuello y el galón del tricornio, que se adornaba con plumas rojas. El chaleco era encarnado y el pantalón azul que se llevaba con medias blancas o botas.


Por su parte, los Cirujanos Militares vestían casaca y pantalón de color canela. Las vueltas, cuello y botamangas eran de terciopelo negro con galones de plata y el uniforme se llevaba con medias blancas y zapatón hebillado.

Este colorido ejército colonial llevará aun sus tradicionales uniformes cuando sus integrantes, divididos entre realistas y patriotas, se batan en las campañas de la Patria Vieja.





Extracto libro 4 siglos de Uniformes en Chile. Alberto y Antonio Márquez. 1977

Crímenes de Chile: La muerte de Pedro de Miranda



El 01 de Noviembre de 1573, Santiago del Nuevo Extremo era apenas un conjunto de casas de madera alrededor de una plaza. Pero no una plaza como la imaginamos ahora, sino una típica plaza española, es decir, un cuadrado de tierra vacío con una pileta de agua para el servicio doméstico, un sitio apartado  para las ejecuciones, mercado de abastos en el costado y las instituciones alrededor (Iglesia, Casa del Gobernador y la Cárcel). 

Las primeras casas de los colonos, levantadas de madera y paja habían cambiado para dar forma a casas fuertes y de fachada contínua como sería el tópico normal en la arquitectura colonial chilena. Pero ese día, no sabemos la hora precisa, la casa de altos (la primera construida en Chile) que ocupaba el solar nororiente al costado de la plaza (hoy Estado esquina Monjitas), esto es, frente a la Iglesia Mayor, fue el lugar escogido por el demonio para soltar su cola y masacrar a sus ocupantes, lo que sería conocido como el primer crimen social de la historia documentada de Chile, según la clasificación de Vicuña Mackenna.





Dueño de este magnífico solar, era don Pedro de Miranda, natural de Navarra, hijo de Sancho García de Miranda y María González de Bodeva. Nacido en 1517. Con apenas 18 años se embarca en Sanlúcar de Barrameda con dirección a Nueva Granada y desde ahí, no aparece en los registros hasta que en 1539 se entera de la expedición de Valdivia hacia Chile a la que se suma desde el primer momento. 

"Puesto Pedro de Valdivia en la plaza mayor de la ciudad del Cuzco con los españoles que lo seguían, i enarbolado el real estandarte por Pedro de Miranda, alférez mayor, entró en la catedral con los  principales oficiales de su pequeño ejército, i en manos de su ilustrísimo Prelado don frai Vicence Valverde, hicieron voto de dedicar el primer templo que levantasen en Chile la Asunción de la Virgen María, i la primera ciudad que fundara el apóstol Santiago. Recibida la bendición episcopal, i admitidos por capellanes del ejército a los licenciados don Bartolomé Rodrigo González Marmolejo i don Diego de Medina, volvió a la plaza mayor, i ocupando cada uno su puesto se puso en marcha para la ciudad de La Plata."

Fue testigo de la fundación de la ciudad y, cuando en 1541 Santiago fue incendiado por los naturales, Pedro de Miranda fue enviado con Alonso Monroy al Perú a buscar refuerzos. Como el barco que estaban construyendo en Concón fue destruído, el viaje debió ser realizado a caballo. En el camino, cerca de Copiapó fueron atacados por los índigenas de la zona que estaban en pie de guerra y tomados prisioneros. Los cuatro hombres que conformaban la guardia fueron muertos, pero Miranda y Monroy fueron tenidos como prisioneros gracias al mismo Miranda, quien "amenizaba su labor tocando en un txistú (flauta de tres hoyos) canciones vascas tradicionales". Esta habilidad, su ingenio y encanto personal, ya que logró enamorar a Pichimanqui, hija del cacique local, quien abogó por él, los mantuvo con vida. Los indios lo dejaron vivo a cambio de que les enseñara a tocar el instrumento y de que Monroy les enseñara a cabalgar. Eran mantenidos en forma separada y sin armas, pero se las ingenieron para comunicarse y acordar la fuga. Un buen día, alejados del campamento indígena, hirieron, con unas dagas previamente guardadas en los borceguíes, a los indios que estaban con ellos (incluido el cacique y casi suegro) y partieron al galope por el despoblado de Atacama.



De su suerte no sabían, pero se pusieron a rezar, que para eso eran españoles bien encomendados a sus patronos. Quiso la providencia que en medio de la nada, apareciera un animal (cabra u oveja) cargada con unos sacos de granos, salvándolos de morir de hambre. De esta forma lograron llegar al Cuzco y dar cuenta de la situación de Santiago.

Una vez allí, se enteraron de la muerte de Pizarro (auspiciador de Valdivia y a quien debían solicitar auxilios) por parte de las fuerzas de Diego de Almagro el mozo; en su lugar, debieron hablar con don Cristóbal Vaca de Castro, el nuevo gobernador y amigo personal de Pedro de Valdivia.

Llegaron a Santiago por mar, en diciembre de 1543 trayendo los refuerzos pedidos y otros por tierra que llegarían más tarde.

Esta y otras actividades destacadas le valieron ser parte de las primeras entregas de tierra entre los conquistadores, concediéndole, mediante un bando pregonado, la Encomienda de Copequén, ubicada en el valle del Cachapoal (del mapudungún Kachu pual, es decir "pasto que hace delirar") abarcando "desde el Tambo e Iglesia de Copequén orillando el Cachapoal arriba hasta su junta con el río de Codegua y desde allí hasta las tierras de Gultro", esto es, por el costado nororiente del Cachapoal y a solo 16 km de Rancagua, capital regional y 99 km de Santiago.

Participó activamente en la Guerra de Arauco, siendo inmortalizado en el poema La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga. Y ostentó en diversos años, títulos de autoridad en la capital como Mayordomo de Iglesia, Procurador de Santiago, Regidor, Fundador de Cañete y Alcalde en la capital.



Como se puede apreciar, no era un simple ciudadano. Y por eso vivía en un solar en la Plaza Mayor teniendo de vecino nada menos que a Francisco de Aguirre. Según comentaba antes, su casa fue la primera "casa de altos" (dos pisos) en el país, construida con madera de canelo, cortada y labrada en la estancia de don Pedro, que hasta el día lleva el nombre de Lo Miranda, en Copequén.

Casado (probablemente en 1564) con la sobrina del Adelantado Jerónimo de Alderete, doña Esperanza de Rueda, hija legítima de Pedro de Rueda y María Toda de Soria, originarios de Zaragoza, con quien tuvo 9 hijos.

Antes de casarse, como casi todos los conquistadores, tuvo hijos mestizos a quienes reconoció y vivió con ellos: Catalina y Jerónimo.

Era Catalina hija de india, pero muy hermosa y llamaba la atención de hombres y mujeres cuando pasaba. Casada con Bernabé Mejía, vecino de Concepción y y soldado que viajaba constantemente al sur a combatir en la Guerra de Arauco. Durante sus ausencias, Catalina pasaba el día en la casa de su padre, para tranquilidad de su celoso marido y la suya propia. Hombre bruto y valiente, también era celópata y cuando estaba en la capital, no dejaba que su mujer saliera a ninguna parte, no fuera algún otro a mirarla. Literalmente, ni a misa...



El día 01 de Noviembre de 1573, se celebraba la misa de Vísperas de Difuntos en la Iglesia Mayor, que, como dijimos, estaba ubicada al frente del solar de los Miranda, solo debían cruzar la plaza. Quiso doña Esperanza, embarazada de su marido don Pedro, invitar a su hijastra Catalina, quien también estaba embarazada, a asistir a la misa. Bernabé Mejía, el soldado bruto, una vez más no quiso dejar salir a su mujer y a gritos le dijo lo que pensaba. Ella no quiso molestarlo y le dijo a su madrastra que no iría, actitud sumisa que enojó mucho a doña Esperanza y comenzó una fuerte discusión con su yerno. Pero el soldado no estaba para aguantar disparates de una mujer que para eso era el hombre y mandaba a su propia mujer y si no quería que ella saliera, pues no salía. Doña Esperanza, que no se amilanaba le "dijo un par de cosas de las que suelen decir las mujeres cuando están bravas" mientras su hija ni se acercaba a la puerta y solo atinaba a llorar.

La respuesta que recibió doña Esperanza fue inesperada. Preso de una ira incontrolada, Bernabé sacó su espada y la clavó en el centro de la mujer que ponía en duda su capacidad de hombre de la casa. Su propia esposa, llena de espanto intentó detenerlo pero nada podía parar a quien ya todo veía de rojo y recibió también una estocada en pleno vientre para quedar tirada, muerta al lado de su muerta madrastra.

Eran tales los llantos y el griterío que don Pedro, que estaba durmiendo en sus habitaciones salió a mirar qué sucedía y se encontró con el terrible espectáculo de su mujer y su hija tiradas en el suelo ensangrentadas y el infame, aun con la espada llena de sangre en el centro de la habitación. En ese momento, un comerciante llamado Francisco Soto, que estaba negociando unos caballos con don Pedro, también se asomó a ayudar a las mujeres. Ambos hombres, ya mayores, quisieron detener al asesino pero la juventud fue más rápida y ambos murieron por la misma espada. 



La servidumbre de la casa no daba más de terror en contra de esa bestia en que se había convertido el español y salieron pidiendo ayuda. Los vecinos que se acercaban a misa y demás paseantes hicieron fuerza común y lograron apresar al energúmeno. Y en el furor de la plebe, lo golpearon, mataron y arrastraron por la ciudad.

Según  Mariño de Lovera, luego de eso fue descuartizado, colgando los pedazos en la puerta de la misma casa, teatro de tan horrorosa tragedia.






Fuentes:

- Historia Crítica y Social de Santiago. Tomo I. Benjamín Vicuña Mackenna
- Crónicas del Reino de Chile. Pedro Mariño de Lovera
- Historia de Góngora y Marmolejo.
- Los Conquistadores de Chile. Thomás Thayer Ojeda.
- Genea-logica.blogspot.cl
- Cuentos con historia: Chile siglos XVI, XVII, XVIII

El carrusel



Caminaba rápido por calles ruinosas y descoloridas; la antigua torre vomitaba sus restos esparcidos logrando sombras antes nunca pensadas. Era lo que quedaba de la Iglesia Mayor y su campana que anunciaba los servicios. Los tonos amarillentos de las pocas luces que estaban encendidas le daban un aspecto lúgubre a la ciudad bombardeada, ya no se sabía si producto de las bombas caídas hace tanto tiempo o era la desidia de sus propios habitantes, pero todo era macabro y extraño como una obra de Dalí sin terminar. Era la tristeza que goteaba por cada rendija y lo transformaba todo. Había sido una bella ciudad hasta el día de las explosiones, pero luego de treinta años, ya no tenían ánimo de restaurar el pasado. Si algo caía, ahí quedaba y los demás se acomodaban como sea. Así era la vida ahora.

Le extrañó el silencio de la noche aunque hacía eco de su propio cerebro; no escuchaba nada, ni vehículos en el pavimentos o los pocos pájaros que pudieron sobrevivir, o  tan siquiera el canto de algún gallo criado en el patio de cualquier casa realizando su estertor canto antes de irse de cabeza a la olla. Sólo el viento aullaba entre las hojas y recordó el crujir del techo antes de salir. La radio quedó encendida, como si la empalagosa canción de amor que sonaba fuera la mejor alarma contra ladrones desilusionados.



Miró su reloj. Pese a los kilos y los años, aun se ajustaba bien en su muñeca. Su padre se lo había regalado cuando se licenció de abogado y aunque no volvió a hablar con él, el reloj se había quedado en su brazo. Iba unos minutos atrasado, pero eso daba lo mismo porque su hermana Carmen nunca llegaba a la hora. No tenía idea de lo que podía querer pero se le escuchaba nerviosa por teléfono; seguro alguna tontera nueva de conspiraciones y ovnis que tanto le gustaban.  El viento se detuvo justo cuando la primera gota se anidó en su barba y le produjo un leve estremecimiento. Tonteras, no se dejaría llevar por la atmósfera; estaba en su ciudad, en la misma esquina de siempre y no debía tomar en cuenta ni la oscuridad o el clima. Hablaría rápido con su hermana y se iría pronto, era lo mejor. Al fondo de la calle, la silueta de una mujer se acercaba poco a poco.

Apuró el paso intentando verla, pero no, no era su hermana. Esta mujer era alta y delgada; parecía una estatua a contraluz, tan quieta y llena de energía al mismo tiempo. Inconscientemente, se disparó una luz de alarma en su mente que le paró los pies; algo no encajaba, tal vez su cabello suelto o la intensidad con que lo miraba, no sabía pero había algo. Su frente se contrajo al intentar decidir qué era pero ella ya estaba cerca. Casi alcanzó a dar la vuelta cuando la mujer le tomó el brazo y comenzó a tirarlo con fuerza. Sintió una corriente eléctrica justo en el sitio de contacto evitaba que se soltara y dejó de pensar. Avanzaron por calles desconocidas, vacías; el sonido de los tacos retumbaba en las paredes de los edificios mientras intentaba soltarse, pero ella no se lo permitía hasta que se detuvo sin más y soltó una carcajada desapareciendo por un costado.



-          ¡Hey, loca! ¡No me dejes aquí! – gritó inútilmente. – Por la cresta, ahora cómo me devuelvo.

No sabía dónde estaba. Seguramente en la parte antigua de la ciudad, por los balcones enrejados que se veían entre los árboles y los adoquines húmedos que brillaban platinados. O eso creía, pero la niebla pintaba todo con un suave toque naranjo, difuminando los contornos de las cosas. No le extrañó, después de los ensayos nucleares el tiempo nunca había vuelto a estar como Dios manda. A su derecha pequeñas luces se movían y giraban, y el ruido apagado de risas llegó hasta él. Cerró un poco su chaqueta y avanzó decidido.

Las luces de colores se movían alegres junto con la música que salía desde el centro del carrusel victoriano más hermoso y grande que hubiera visto. Era como el sueño que recordaba haber tenido de niño, cuando iba a las ferias en la playa donde solo estaban esos tristes caballitos descoloridos que chirriaban al girar. Para completar la escena, un arlequín blanco lo invitaba a subir estirando su mano hasta él. No supo cómo pero se encontró sentado a horcajadas en un frío corcel moteado entre un delfín rosado que llevaba a su primera novia y el carruaje con brillos de oro donde viajaban felices sus abuelos. Río con lágrimas en los ojos, cuando se descubrió como un niño en el alazán negro que estaba al otro lado del círculo gigante. El carrusel continuaba girando.



En todos lados estaba él mismo: de adolescente caminando con la chica que le gustaba, de niño jugando con un trencito, ya adulto cuando se casó o cuando nació su primer hijo. La música cambió, el carrusel comentó a girar hacia atrás y el arlequín levantó su cara justo para que viera una pantalla gigante que mostraba cada uno de su fracasos; despedido del trabajo, rechazado en la facultad, la muerte de su padre sin poder reconciliarse, la infidelidad de la esposa. Quiso bajarse, pero el caballo moteado se había transformado en una silla de ejecución que lo sujetaba con sus correas. El arlequín reía, el carrusel giraba y él gritaba tratando de entender sin lograrlo hasta que todo se volvió oscuridad. De pronto, un dolor profundo, visceral, comenzó a irradiarse desde dentro de su cuerpo. Sentía que cada una de sus partes amenazaba con desprenderse de su unidad. Tenía la garganta seca, dolorida; la cabeza le daba vueltas y mientras crecía la certeza de que solo lo sostenían las correas que lo sujetaban. El ruido de miles de motores funcionando retumbaba en su piel y la desgarraba en un in crescendo que lo desarmaba. Sabía o intuía que cuando acabara ese ruido, todo terminaría también y debía mantenerse unido hasta ese momento, pero no estaba seguro de lograrlo cuando el corazón en la garganta amenazaba con quitarle la respiración. Las luces de colores se apagaron de pronto y el sonido del silencio le reventó los oidos. Intentó gritar pero se lo tragó el silencio.

Carmen entró en la casa de su hermano caminando con calma. Los tacones de sus zapatos resonaban en el lugar vacío y se los sacó. Al hacerlo, su pelo largo se encogió dando paso a una transformación completa. Se miró al espejo y reconoció sus facciones de siempre; ya no era una mujer desconocida y sensual. En su mano, el reloj de correas de cuero que el padre de ambos le había regalado a su hermano cuando se licenció de abogado. La estática interrumpía la canción de amor que sonaba en la radio. La apagó de un manotazo.


Sabía muy bien lo que había pasado y cerró su mente a los remordimientos que conocía inevitables. "Ellos" también lo sabían. Era más seguro no utilizar sus nombres, sólo el hacerlo se le ponía la piel de gallina. Les temía y mucho; aunque trataba de ocultarlo era imposible que ellos no se dieran cuenta. Siempre sabían pero no les importaba. 



Conocían cada uno de los pensamientos humanos y los manipulaban cuando y cómo querían. El uso de los sueños de los elegidos era solo una estrategía entre tantas. Sacó de su bolsillo un pequeño cuchillo e hizo la quinta marca en su antebrazo; sus ojos fijos miraron el avance lento y cálido de la sangre por su piel, cada gota reemplazando a cada uno de los entregados, cada vida por una gota de sangre; le faltaban cinco más para terminar. Entonces, "Ellos" la recompensarían, ese era el trato. Las marcas brillaron cuando la información llegó a destino. 

Murmuró unas palabras extrañas y la niebla comenzó a bajar tiñendo de naranjo los contornos difusos. Sí, desde los ensayos nucleares el clima nunca había vuelto a estar como dios manda. El clima y otras cosas. Los humanos no se imaginaban lo que habían hecho cuando lanzaron las bombas. Pero ella lo sabía y ellos estaban casi listos para venir. Faltaban cinco y la espera se terminaría. Al principio no quería cooperar pero luego de unos cuantos viajes en esos extraños vehículos, no le quedó alternativa. Era cooperar o morir también y ella no quería morir de esa forma. Quería sobrevivir y ver la siguiente fase y si para eso tenía que entregar a su familia completa, pues lo haría. Después de todo, los humanos eran solo un virus más que erradicar, infeccioso como cualquier bactería. Eso le habían explicado y ella había aprendido bien. Todos estaban condenados, pero ella no, ella sobreviviría y sería recompensada. Aún así, al pensar en esto, una lágrima apareció en el fondo de sus ojos quebrando en dos su mejilla; pese a todo, aun quedaba una gota de humanidad en su estrujada alma.
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