Paula Jaraquemada Alquízar, una mujer de su patria

Doña Paula Jaraquemada Alquízar

Nació en Santiago de Chile el 18 de junio de 1768. Fueron sus padres don Domingo de Jaraquemada y la señora Cecilia de Alquízar. Su niñez y adolescencia transcurrieron en la más absoluta tranquilidad; igual que toda niña de la aristocracia recibió una educación integral, sólida en aspectos morales y práctica en aspectos domésticos. Dotada de muchas virtudes, distinguiéndose especialmente por su enérgico carácter y destacado valor; el que demostró en la guerra por la Independencia de Chile. 

Descendiente del Gobernador de Chile don Juan de la Jaraquemada, que había llegado a Chile en 1611 para hacerse cargo del país y ponerse al mando de las tropas fronterizas en la Guerra de Arauco.  Dicho gobernador vino a Chile con su sobrino don Diego Jaraquemada Solórzano quien fuera el primero de la familia en echar raíces en Chile.

Don Juan de la Jaraquemada, Gobernador de Chile

La familia Jaraquemada participaba activamente tanto en la defensa del reino como en la administración y así como vemos en sus antecedentes a distintos capitanes de caballería, corregidores de Santiago, beneméritos del reino y dueños de extensas encomiendas. Una de ellas correspondería una hacienda en Paine, donde vivía doña Paula.

Cuenta la leyenda que toda la familia era ferviente patriota y disponían de capital, hombres y voluntad para disponer en favor de la causa. Luego de la escapada de Rancagua el 1 y 2 de octubre, 120 soldados pasaron malheridos y hambrientos por Paine y fueron auxiliados por doña Paula, quien les dió cobijo y su residencia fue utilizada como hospital para atender a los heridos que luego partieron hacia Argentina. Este sería el origen del vino 120 de Santa Rita, que es nombrado así en honor a esos 120 soldados. Acá les dejo un emocionante video al respecto.




Pasan los años y otra vez aparece nuestra protagonista ayudando a la causa de la libertad después de un desastre.

Tras el triunfo en Chacabuco, las fuerzas realistas huyeron hacia el sur y se atrincheraron en Talca a la espera de los refuerzos que el Virrey Pezuela les enviaría a través del Cabo de Hornos. Por su parte, los patriotas, conscientes que una victoria no hace la guerra, marchan en pos de los vencidos con claras intensiones de acabar de una vez. Con esta resolución, el 18 de marzo, al anochecer, San Martín ordenó que acamparan en dos líneas paralelas frente a la ciudad. La noche era oscura y propicia para un ataque por sorpresa. San Martín atento a estas condiciones, decidió cambiar de posición pero justo en este momento, fueron atacados por las fuerzas de José Ordoñez. El caos fue total. San Martín logró ordenar sus tropas para responder el fuego pero sufrió las bajas de 120 hombres, 300 heridos y más de 2.000 dispersos, junto con la pérdida de 21 valiosos cañones. Las Heras y Encalada, lograron mantener íntegras sus divisiones. O’Higgins fue herido. Un golpe anímico terrible para los patriotas que fueron atacados por poco más de 4.000 hombres cuando ellos superaban los 8.000.

Las noticias que llegaron a Santiago fueron terribles. Daban por muerto a San Martín y a O´Higgins y muchos sintieron que era la vuelta del período de Reconquista pero más fuerte y tiránico todavía; familias enteras comenzaron a huir hacia Argentina. Es ahí cuando surge Manuel Rodríguez y logra tranquilizar y dar confianza a la población.

Plano de la Batalla de Cancha Rayada 1818

Mientras esto pasaba, las tropas se reagrupaban camino a la capital. Al pasar por Paine, doña Paula, enterada de las desgracias ocurridas en el sur, prepara a sus inquilinos y sale al encuentro de San Martín que debía pasar obligatoriamente por sus tierras camino a Santiago.  Se entrevista con él y le ofrece su casa como cuartel general, sus hombres para seguir luchando y todos los víveres y aprestos que pudiera necesitar y estuviera en su  mano darlos. Su propio hijo iría al mando de la tropa. San Martín acepta la generosa oferta y desde este cuartel improvisado, reacondiciona a sus hombres y comienza a planear la ofensiva, son los primeros instrucciones que darían la victoria en Maipú.

Días después marcharon todos hacia Santiago llevandose lo ofrecido por doña Paula. La mujer quedó sola, unos pocos peones para lo básico y la visita de un ahijado pequeño. Manuel Montt, de 9 años, se encontraba con su padre durante esos días haciendo una visita.

Vista de la Viña Santa Rita antigua casona propiedad de doña Paula

Durante la tarde, llegan a su puerta soldados realistas. Una avanzada que estaba al tanto del paso de los patriotas por ese sector y buscaba a los desbandados de Cancha Rayada además de víveres y pertrechos.

Al llegar el oficial a cargo de la partida militar realista, le ordenó que le entregase las llaves de la bodega, a lo que ella le replicó si necesitaba víveres y se los ofreció en abundancia; el oficial insistió por las llaves, a lo que doña Paula le contestó: “las llaves no se las entregaré jamás. Nadie sino yo mando en mi casa”. 

El oficial dispuso el fusilamiento en el acto de esta mujer que no permitió la violación de su domicilio. Doña Paula desafió los fusiles y avanzó hacia ellos instándoles a que abrieran fuego sobre ella. En vista de esta actitud arrogante, el oficial se desconcertó y buscando venganza sin que se manchara su hoja de servicio, miró la casona y gritó sin apelaciones: "¡quemen la casa!". Pero la mujer no se arredró, sino que con la punta del pie, lanzó el brasero con carbones encendidos a las suelas de los soldados mientras decía con desdén ahí tienen fuego”. Se hizo un profundo silencio para luego dar paso a las maldiciones del oficial que no reparó en amenazas al tiempo que volvía grupas sobre su caballo. La valiente mujer tenía 50 años.

Finalizada la guerra, realizó una activa labor en beneficio de los desamparados, entregando especial atención a los presos en las cárceles. A dichos recintos ella tenía acceso especial. Se cuenta que en una oportunidad llegó a salvar del cadalso a una mujer conocida como “la Caroca”, condenada a la pena de muerte por sus crímenes. Y en los últimos años de su vida, se dedicó a obras de caridad, fundando orfanatos y asilos. Muere en 1851 con más de 80 años.


Retrato a lápiz de doña Javiera

Fueron nuestros hombres quienes pelearon con fusil y espada, pero nuestras mujeres, valientes e íntegras como doña Paula, quienes los sostuvieron y alentaron a continuar la lucha hasta el final. La patria le debe su libertad tanto a unos como a estas últimas.




Fuentes:
- Mujeres célebres de Chile. María Eugenia Martínez
- Mujeres de Chile. Carlos Valenzuela Solis de Ovando
- Historia General de Chile. Diego Barros Arana
- Las Mujeres de la Independencia. Vicente Grez
- Viña Santa Rita

Mención Honrosa Concurso Rancagua Simplemente: Sin Palabras

No puedo hablar. Sentada frente al ventanal, veo como se desgastan los días de mi mudez todos iguales, salvo por el sol que a veces está enfrente y otras está escondido tras las nubes. Las casas unidas en los costados parecen un hormiguero gigante que descansa en medio del desierto. Mis hijos y mis nietos son de esas tantas hormigas que entran y salen. Yo los miro en silencio porque en silencio vivo y aunque me dicen que les hable, que lo intento esa es la verdad, sigo sin poder hacerlo.




Tal vez se me gastaron las palabras entre las miles que dije a lo largo de noventa años. O tal vez, ya las olvidé, desde que pensaron que era sólo un mueble que poner frente a la ventana y dejaron de hablarme con cordura. No sé. El hecho es que se me cierra la garganta y no sale ningún sonido.

Miro mi reflejo en el vidrio y a veces soy joven y bella. Una sombra se sienta a mi lado y toma mi mano. La misma mano que tomé durante 53 años y que ya no está. Pero igual sonrío al recuerdo y me veo bailando al son de la orquesta en el Casino Braden cuando íbamos con los amigos. O descansando bajo los árboles de la plaza con la Banda del Regimiento tocando en la glorieta. Qué hermosura de plaza teníamos, no una llena de cemento como es ahora. Recuerdo sus piletas que salpicaban de agua a quienes pasaban cerca y sus árboles gigantes que se veían a la distancia. Bajo uno de esas largas sombras le di el sí a mi novio de entonces. Si, fui feliz.




La vida nos estacionó en una población nueva, Rancagua Sur le pusieron y crecimos con sus árboles y sus edificios. Los niños se hicieron hombres y se fueron; luego llegaron los nietos y los ruidos. Aprendí a estar sin mi viejo, a dejar de contar dolores  y a no esperar más que la muerte. Esa también puede ser una razón para no hablar. La espera se hace larga y a veces cansa, pero qué se le va a hacer.

Hace un rato, trajeron a mi última bisnieta. Es hermosa, tiene unos ojos redondos como dos botones negros que me miraron el alma. Tomé su mano y supe en ese instante que haríamos el cambio de turno ella y yo. Me sonrió. Y fue tanta mi alegría que las cuerdas vocales se movieron y con voz arrugada de no usarla le di mi bendición. La bebé me miró con esa fijeza con que sólo los bebés miran, como si entendiera todo y cerró sus ojitos de uva madura. Yo también cerré los míos y descansé.




Escucho unos pasos suavecitos, la mano que se posa sobre mi hombro la conozco de memoria. Ya no tengo arrugas, ni dolores ni pesares. Siento en los huesos la alegría de la vida.

—Negrita linda, ¿quieres venir conmigo?

—Por su puesto, si te he esperado tanto— le dije levantándome de un salto.


Sentir su beso nuevamente fue un sueño. Y me dejé llevar.

Segundo Lugar Concurso Rancagua Simplemente: Angustia

El vestido era tan delgado que se le pegaba en las piernas, pero en su apuro, ella no lo sentía. Cada paso era una eternidad y el frío le quemaba las plantas descalzas tiñendo de oscuro la suave piel. En el patio del cité, su madre desmayada apenas volvía en sí. La noticia del accidente las había dejado en silencio y ese silencio, pesado como una losa de cementerio, se le plantó en el alma impulsándola a salir, llena su mente sólo con dos sílabas que resumían toda su voz: papá.



Antes de ver el tumulto escuchó los lamentos, los gritos que rompían la paz de la mañana invernal. Junio se incrustaba en los huesos pero no le importaba. El aliento salía de su boca en volutas intermitentes al compás del dolor en el costado. Tiró de la chaqueta de una señora pero recibió un manotazo ingrato. Quiso pasar entre las personas pero un guardia indolente la mandó a casa.

Los frenos del tren sobre los rieles apagaron el resto de los sonidos y la masa de gente se movió hacia la Puerta 4 como el monstruo de angustia que era, un cuerpo dolorido de pena y tristeza por tantos hombres muertos, tantos hijos, maridos y padres tragados por el humo en medio de la montaña más arriba de la nada. Y la niña fue engullida.




Cientos de cuerpos estaban dispuestos en macabro orden sobre los vagones. Una ráfaga de viento le erizó la piel y quiso retroceder. Su padre no podía estar ahí, no podía. Apenas tres días atrás habían ido a dejarlo a esa misma estación para que subiera a la mina a trabajar su turno. Él había dicho que traería dinero para comprarle unos bonitos zapatos. Su madre lo despidió con un beso y le dio la sorpresa que ya antes había compartido con ella: pronto tendría un hermanito. El pito del tren obligó a su padre a subirse radiante, pleno de energía, dispuesto a echar la montaña abajo para mantener a su familia. El mismo tren que traía los cuerpos negros y flácidos, tan iguales en la muerte que era imposible distinguir rasgo alguno. Puso sus manitos en la cara queriendo detener tanta pena, pero era demasiado fuerte y como una corriente descontrolada, el dolor la sacudió.

Tenía siete años, pero se levantó sintiendo que tenía cien. Pasó más allá de la gente, más allá de los guardias y de los muertos negros. Estaba más allá de todo.



Sus ojos empañados miraban sin ver y torció el camino en una esquina cualquiera. Sólo era otro vagón igual a los demás, lleno de piernas y manos negras, cuerpos sin nombre, cuerpos sin afectos. Suspiró.

Una mano sobre su hombro la hizo girar y unos brazos la estrecharon fuertemente. No tuvo tiempo para ver o entender. El olor a humo llenaba su nariz, la chaqueta le raspaba la carita y la voz de su padre le acunaba el oído.

—Estoy aquí— dijo él. Pero la niña no escuchaba más que el latido de su corazón.


Y al reconocer ese otro latido que se acoplaba al suyo, al identificar esos ojos que la miraban hambrientos, la niña supo que el dolor se acaba, las roturas se pegan y el mundo volvió a encajar. Entonces, en un aliento eterno, se le quebró la voz y lloró.





Fotografias reales
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...