Mención Honrosa Concurso Rancagua Simplemente: Sin Palabras

No puedo hablar. Sentada frente al ventanal, veo como se desgastan los días de mi mudez todos iguales, salvo por el sol que a veces está enfrente y otras está escondido tras las nubes. Las casas unidas en los costados parecen un hormiguero gigante que descansa en medio del desierto. Mis hijos y mis nietos son de esas tantas hormigas que entran y salen. Yo los miro en silencio porque en silencio vivo y aunque me dicen que les hable, que lo intento esa es la verdad, sigo sin poder hacerlo.




Tal vez se me gastaron las palabras entre las miles que dije a lo largo de noventa años. O tal vez, ya las olvidé, desde que pensaron que era sólo un mueble que poner frente a la ventana y dejaron de hablarme con cordura. No sé. El hecho es que se me cierra la garganta y no sale ningún sonido.

Miro mi reflejo en el vidrio y a veces soy joven y bella. Una sombra se sienta a mi lado y toma mi mano. La misma mano que tomé durante 53 años y que ya no está. Pero igual sonrío al recuerdo y me veo bailando al son de la orquesta en el Casino Braden cuando íbamos con los amigos. O descansando bajo los árboles de la plaza con la Banda del Regimiento tocando en la glorieta. Qué hermosura de plaza teníamos, no una llena de cemento como es ahora. Recuerdo sus piletas que salpicaban de agua a quienes pasaban cerca y sus árboles gigantes que se veían a la distancia. Bajo uno de esas largas sombras le di el sí a mi novio de entonces. Si, fui feliz.




La vida nos estacionó en una población nueva, Rancagua Sur le pusieron y crecimos con sus árboles y sus edificios. Los niños se hicieron hombres y se fueron; luego llegaron los nietos y los ruidos. Aprendí a estar sin mi viejo, a dejar de contar dolores  y a no esperar más que la muerte. Esa también puede ser una razón para no hablar. La espera se hace larga y a veces cansa, pero qué se le va a hacer.

Hace un rato, trajeron a mi última bisnieta. Es hermosa, tiene unos ojos redondos como dos botones negros que me miraron el alma. Tomé su mano y supe en ese instante que haríamos el cambio de turno ella y yo. Me sonrió. Y fue tanta mi alegría que las cuerdas vocales se movieron y con voz arrugada de no usarla le di mi bendición. La bebé me miró con esa fijeza con que sólo los bebés miran, como si entendiera todo y cerró sus ojitos de uva madura. Yo también cerré los míos y descansé.




Escucho unos pasos suavecitos, la mano que se posa sobre mi hombro la conozco de memoria. Ya no tengo arrugas, ni dolores ni pesares. Siento en los huesos la alegría de la vida.

—Negrita linda, ¿quieres venir conmigo?

—Por su puesto, si te he esperado tanto— le dije levantándome de un salto.


Sentir su beso nuevamente fue un sueño. Y me dejé llevar.

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