Desde hace meses, el mejor despertador de la ciudad era el
sonido de las cañerías al llenarse de agua. El gobierno de Maduro, grandísimo hijo de puta, decía su madre, sólo
les daba dos horas de agua para hacer todo lo que podían. Se levantó
rápidamente a ducharse y lavar la loza del día anterior, aunque fuera solo con
agua porque el detergente de loza era un bien demasiado caro en el mercado
negro actual.
Consuelo estaba sola, su madre estaba en la fila del mercado
desde la noche anterior. Era una locura salir de noche con la cantidad de
asaltos que había, pero no quedaba más remedio para comprar en los pocos días
hábiles que quedaban en la semana. Sacó un tubo dentífrico casi vacío y se
dirigió al baño dispuesta a exprimir el tubo; nada evitaría su lucha contra las
caries, hábito bien inculcado por su madre.
Desde hace meses que no se compraba una sola prenda nueva,
las tiendas casi vacías promocionaban remeras del año anterior a precios inalcanzables.
Si para los estrenos de diciembre tuvieron que usar la misma ropa de todo el
año bien planchadita y limpia; carajo, que así cómo una se ve joven y bella.
Salió dispuesta a caminar las cinco cuadras que la separaban
de la bodega donde podían comprar hoy. La familia tenía auto, un hyundai blanco
del año 2000 que había sido muy bueno pero estaba averiado y como era imposible
encontrar repuestos de vehículos, el pobre se moría poco a poco en la puerta de
su casa como un símbolo de la decadencia bolivariana.
-Mija, por Dios que te has demorado. ¿Y esa vaina? – Refiriéndose
a la ropa -ni que esto fuera un desfile, válgame Dios. Los tiempos ya no están
para andar usando las mejores prendas en día de chamba– dijo su madre al verla
cediéndole el espacio en la larga fila de personas, unas 400 serían al menos y
quedaban otras tantas hacia atrás.
Consuelo no dijo nada y se dispuso a esperar. Las horas
pasaron y el calor se sentía en esta Venezuela dolida, cansada de estar alegre
cuando ya no hay luz, ni comida, menos agua o se mueren los niños en el
hospital porque no hay remedios. La gente miraba las bolsas de los que salían
del mercado para ver qué cosas iban quedando. Pero a ella, poco le importa eso
hoy, lo realmente importante, era verse bella y fresca cuando entrara a
comprar.
Pasó rápidamente y tomó lo primero que vio, un kilo de caraotas(1).
Tampoco es que pudiera comprar más, era la cantidad permitida por persona. Al
girar para ir a la caja, la ansiedad hizo que le sudaran las manos. Allí estaba
él, ese muchacho tan guapo que siempre la miraba; sintió sobre sí el cálido
verde de sus ojos y se sonrojó. Avanzó en la fila y cuando le entregó la
mercadería, el muchacho dejó su mano casualmente sobre la suya durante unos
segundos. La vida entera se detuvo cuando su piel se erizó con ese contacto.
Levantó la mirada y vio la sonrisa del chico, sus ojos que le decían que le
pasaba lo mismo. Abrió la boca para decir algo pero alguien lo llamó y tuvo que
dejar su mano.
Juan se llamaba. Y ella pagó mostrando la tarjeta de
identificación que la autorizaba a comprar ese día y, al salir, dio la vuelta
en la puerta de la tienda para verlo. Él sintió la fuerza con ella lo miraba y
se volteó. Nuevamente quedó todo en silencio, suspendida en el aire esperó
algo, no sabía si un latido o una explosión, pero él nada dijo, solo sonrió. Su
madre la tomó del brazo alegando sobre las tonteras de la edad y esas cosas,
pero Consuelo no escuchaba.
A través de la mampara de vidrio adivinó la silueta de Juan
aún mirándola mientras recogía el papel que ella le había dejado sobre el
mostrador. Él intentó salir en pos de ella, pero la llamada de atención de su
jefe se lo impidió. Juan pensó que no le importaba, ahora sabía que se llamaba
Consuelo y el barrio donde vivía, cerca de ahí; por la tarde, cuando terminara
la faena, iría a dar una vuelta, si estaba con suerte, tal vez la viera y
podrían conversar con calma. Ese solo pensamiento le alegró el resto del día.
Afuera, bajo el sol del mediodía, Consuelo caminaba
escoltada por su madre que seguía en su eterna perorata en contra del gobierno
chavista, pero a ella le daba lo mismo; en sus 14 años, el sol nunca había estado
más luminoso. No vio la protesta ruidosa de la calle de la esquina o los
rayados ofensivos sobre la cara del Comandante Chávez, solo sabía que él había
leído el papel que ella le diera y tal vez, podrían verse en algún momento, y
si no, solo quedaban dos semanas y volvería a comprar en ese mercadito y a ver
si Juan, esta vez, sí le decía algo.
Brunhilda
(1) caraotas: porotos negros muy común en Centroamérica
(1) caraotas: porotos negros muy común en Centroamérica
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