La idea de la muerte como el fin de la vida o como tránsito hacia un estado distinto, la creencia en una vida después de la muerte o en el Juicio Final, son, básicamente los factores que actúan como
condicionantes en la forma de enfrentar este momento que inevitablemente ocurre en la vida de las personas. La
idea de inmortalidad y la creencia en el Más Allá, aparecen de una forma u otra, en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos, y para el caso que quiero revisar hoy, específicamente sobre el ritual fúnebre de la época de la Colonia en Chile, es una idea que trasciende estratos sociales y determina la forma de vivir de una sociedad marcada por el catolicismo medieval, mostrando en estas manifestaciones, lo mejor y lo peor de su época.
A las pocas horas de sucedida la muerte, el cuerpo era vestido por los hermanos legos, con el hábito de la cofradía o de la orden religiosa que la persona seguía y recibían un pago o limosna por ello, además del valor del hábito, claro está. El cadáver era puesto en un ataúd de madera pintada de negro o forrada con tela del mismo color, podía ser de lana, algodón o seda que se adornaba con cintas o galones en el caso de los militares.
Se enviaba el aviso a la iglesia y ésta mandaba a un sacristán a recorrer la ciudad con una campanilla, que alertaba a los vecinos, hermanos cofrades o compañeros de armas del fallecimiento. Era este mensajero el portador de las nuevas; se detenía y anunciaba el nombre del difunto, la hora y lugar del entierro y pedía que se rogase por la salvación de su alma.
Debido al dolor y la conmoción producto del suceso, quienes vivían en la casa, no podían dedicarse a nada más que a llorar al muerto, sin pensar en cosas tan cotidianas como comer, entonces los deudos, amigos y las monjas, enviaban alimentos y preparaciones a modo de regalo junto con las condolencias. De esta forma, la mesa para recibir a las visitas, siempre estaba bien provista.
Mientras tanto, en la iglesia, monasterio o convento (según el caso) el cura y los clérigos se vestían con capa de coro y sobrepelliz. Estos eran convocados por los dobles de las campanas y debían salir en procesión hasta la casa del difunto, vela en mano y la cruz parroquial, cantando salmos y rezos para trasladar el cuerpo. Llevaban una especie de anda para este efecto, que era una mesa de madera que sostenía una caja descubierta en la parte superior donde se ponía el ataúd. Se tapaba con una tela negra. En este mueble era velado el cadáver durante unas horas en la casa particular o en alguna sala de la cofradía o convento.
Ya se encontraban ahí los amigos, hermanos y familiares, todos vestidos de negro, al igual que los esclavos y servidumbre. Se cantaban salmos, rezos y los llantos contratados de las lloronas profesionales; a más llorado el muerto, mejor le iba en la otra vida.
Se sacaba el difunto en procesión hasta la iglesia dirigida por la cruz. Detrás el féretro llevado por cuatro religiosos, lo seguían dos filas de dolientes precedidos por los clérigos y curas que marchaban cantando salmos y oraciones hasta llegar al templo, donde se dejaba en la mitad de la nave durante todo el tiempo que duraran las misas y sermones, esto podía ser un o dos días completos y siempre, las campanas repicando.
La fosa de entierro estaba abierta con antelación para evitar ponerse a cavar con toda la gente encima. Era normal que, cuando se abría el suelo para enterrar a alguien, salieran los restos de otras personas, por lo tanto, esta parte se hacía sin mayores testigos y así no herir susceptibilidades.
La losa o ladrillos, una vez terminado el entierro, eran puestos cuidadosamente en el mismo lugar que antes, intentando eliminar todo rastro de remoción. No se ponía lápida o señal alguna que indicara quien estaba enterrado ahí. Solo los obispos o presidentes tenían derecho a una lápida sencilla y conmemorativa, la que no debía sobresalir del nivel del suelo.
La creencia general era de la muerte como consecuencia directa de los pecados. El alma pasaba un tiempo en el Purgatorio y luego se iba al cielo. Si no se lograba salvar el alma, el pecado mortal la aniquilaba enviándola al infierno, desde donde no había redención posible. Por lo tanto, era de vital importancia, ayudar al alma durante el tiempo que estaba en el Purgatorio y evitar que se perdiera para siempre. Mientras, su cuerpo era custodiado en la iglesia, esperando el día de la resurrección.
Este pensamiento es el que marca la forma en que se llevan a cabo los ritos fúnebres en los tiempos coloniales. La importancia que adquiere el rito, los acompañamientos, el lugar de entierro, todo era importante para el alma. Los montos de dinero invertidos en cada parte del proceso, eran altos, porque se jugaba la última oportunidad para llegar al cielo.
Se debía pagar por cada cosa y estaba todo reglamentado. El valor del hábito mortuorio, las vestimentas de los religiosos, la tela del ataúd, la cantidad de personas que intervenían en la ceremonia, las veces que se detenía la procesión en el viaje a la iglesia, la cruz que se ocupaba (no era lo mismo usar la cruz pequeña que la cruz alta), las lloronas, las velas, los cortinajes de la casa y de la iglesia, etc. se pagaban fortunas por un funeral.
Un entierro mayor de español, con cruz alta y sacristán costaba ocho pesos. Si además se pedía vigilia, misa y dos responso, el total quedaba en 17 pesos.
Cada posa o detención en las esquinas, costaba un peso y nueve reales, pagando las velas y las telas aparte.
Se pagaba 6 pesos por una misa de honras, al año de muerte, cantada, con vigilia y diáconos. Sin los diáconos, se pagaban 5 pesos. Y por un novenario de misas cantadas con vigilia y responso al final, 3 pesos por cada misa y 4 pesos por cada responso.
Importante señalar que un médico recibía aproximadamente 180 pesos anuales o un maestro de escuela, recibía un poco más, algo como 200 pesos al año. El arquitecto Joaquin Toesca, recibía un sueldo de 50 pesos mensuales por la construcción del Palacio de La Moneda, es decir, 600 pesos anuales.
Si el difunto no era español, el valor bajaba en un cincuenta por ciento. Cabe destacar que en este tiempo, más que ser español, era vital parecer español, por lo tanto, la gente prefería pagar más para ser enterrado en esta categoría, aunque fuera mestizo. Caso emblemático de la Quintrala, que siendo mestiza dejó estipulado en su testamento ser amortajada de San Agustín, acompañada por cura y sacristán con cruz alta. Además mandó que el día de su entierro se dijera misa de cuerpo presente de réquiem cantada con su vigilia, responso, diácono y subdiácono y se me haga un novenario de misas cantadas que digan los religiosos hasta el día de las honras y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas. Además, pidió que en el convento de San Agustín se le hicieran mil misas rezadas.
Era tan importante el asunto de la salvación del alma, que se crearon las capellanías. Esta institución estaba muy arraigada en la población chilena y consistía en la celebración de cierto número de misas anuales por la memoria del difunto. Se realizaban en determinada iglesia elegida por el fundador (fallecido) quien designaba a una capellán, encargado de vigilar la realización de éstas. Para asegurar el compromiso, se financiaban con la renta de determinados bienes administrados por el capellán. De no haber bienes, el capellán recibía un monto, lo invertía y con la renta de esto, pagaba las misas. Cada capellanía estaba dedicada a cierto santo o patrono, para vigilar el buen desarrollo material y espiritual de la misión.
He mencionado la existencia de las cofradías. Estas eran agrupaciones laicas de fieles en torno a cierto santo o patrono y se dedicaban a su exaltación en las fiestas en su honor. Además, se asistían entre ellos apoyándose en la enfermedad o en la muerte y realizaban obras de caridad. Se sustentaban mediante donaciones directa de sus miembros o de las donaciones piadosas de sus vecinos, en los casos en que fuera una cofradía compuesta por miembros de estratos bajos.
Las cofradías se preocupaban de asistir material y espiritualmente al difunto en el momento de la muerte. Se ocupaban de apoyar en los gastos del entierro y funeral y de la celebración de las misas de cuerpo presente y de réquiem.
Existían cantidades de cofradías en nuestro país, prácticamente no había cristiano que no estuviera en una, sin importar si fuera indio, moreno, mulato, criollo o español.
La iglesia se vestía con telas negras; eran habituales los lienzos con imágenes de esqueletos y calaveras y se erigía un túmulo iluminado con cirios donde era depositado el ataúd. Para la inhumación, los templos se dividían en cuatro partes. La primera, inmediata al presbiterio, costaba 50 pesos en la catedral y 12 en otras iglesias. La segunda sección, 25 y 8 respectivamente. Para la tercera parte, la catedral cobraba 10 pesos y 6 las otras. Por último, la cuarta parte, es decir, al costado de la puerta de acceso, se pagaba un derecho de 6 pesos en la catedral y 4 en las demás iglesias. Además de eso, se debía pagar el consumo de cera utilizada y los valores de los repiques de las campanas.
El asunto llegó a tal, que el Rey Carlos II, el 22 de Marzo de 1693, a través de Cédula Real reglamentó los funerales para evitar el exceso de lujo. Norma que, como solía suceder en las Américas, fue acatada pero no obedecida. Los monarcas Felipe V y Carlos IV, replicaron las medidas con los mismos resultados.
Don Ambrosio O'Higgins, el presidente inglés como le decían sus detractores, molesto por el incumplimiento de las reales disposiciones, dictó en el año 1793 un bando donde se detalla cada una de las particularidades de los ritos fúnebres y sus prohibiciones, las que debían ser cumplidas so pena de una multa de 1.000 pesos aplicados a la beneficencia.
Para el caso de los pobres de solemnidad, la situación era distinta. Los cuerpos de quienes no podían pagar los altos costos de un entierro, eran dejados en el Hospital San Juan de Dios y sepultados gratuitamente en la iglesia de ese establecimiento. Lamentablemente, no faltaban las familias acomodadas que, por ahorrarse los gastos, hacían enterrar a sus muertos gratis en este lugar, dando lugar a quejas por parte de los párrocos. Felipe IV, por Real Cédula, dispuso entonces que solo se podían enterrar los cadáveres de los fallecidos del mismo hospital, dejando en desamparo a los pobres.
Para contrarrestar esta situación, se formó una cofradía de caridad bajo la advocación de San Antonio de Padua. Estos hermanos, a cambio de premios espirituales, compraron un terreno a cuadra y media de la Plaza de Armas, en la antigua calle de la Nevería, actualmente 21 de Mayo, y construyeron una capilla que en su patio inmediato daba sepultura a los pobres de solemnidad y a los indios. Como en todo orden de cosas, no faltaban los curas inescrupulosos que, pese a la norma que obligaba a enterrar a pobres e indios gratuitamente, cobraban a las familias por las exequias, obligando a los herederos a gastar lo que no tenían por el servicio.
Más adelante, a mediados del siglo XVIII surgió otro camposanto ubicado en la calle San Francisco, al sur del canal San Miguel, ya que los lugares anteriores, no daban abasto con los cadáveres.
El olor en las iglesias era espantoso, la fuente de infecciones en el hospital era peor que estar enfermo en casa. Si recordamos que, en general, la población no era muy aseada y las calles tampoco, debe haber sido mucho más en los templos, ya que los mismos clérigos se encargaban de ventilar por las noches las iglesias porque no se soportaba el hedor.
Por último, me queda mencionar que para el caso de aquellos que no tenían derecho a camposanto, es decir, los disidentes protestantes (franceses o ingleses), los suicidas y sentenciados a muerte, simplemente eran arrojados sus cuerpos al basural ubicado en la ladera del cerro Santa Lucía, dejados en las quebradas o lanzados al mar.
Actualmente, al subir el cerro, hay erigida una estatua con una placa conmemorativa que dice:
A la memoria de los despatriados del Cielo y de la Tierra que en este sitio yacieron sepultados durante medio siglo.
La escultura levantaba por Benjamín Vicuña Mackenna, marca el lugar por el que se dejaban caer los cuerpos; un postrero homenaje para quienes la Santa Iglesia Católica no tenía espacio en su anhelado cielo.
Fuentes:
- Obras Completas. Diego Barros Arana.
- Historia crítica y social de la ciudad de Santiago. Benjamín Vicuña Mackenna
- La ciudad de los muertos. Benjamín Vicuña Mackenna
- Las liturgias del poder. Jaime Valenzuela
A las pocas horas de sucedida la muerte, el cuerpo era vestido por los hermanos legos, con el hábito de la cofradía o de la orden religiosa que la persona seguía y recibían un pago o limosna por ello, además del valor del hábito, claro está. El cadáver era puesto en un ataúd de madera pintada de negro o forrada con tela del mismo color, podía ser de lana, algodón o seda que se adornaba con cintas o galones en el caso de los militares.
Se enviaba el aviso a la iglesia y ésta mandaba a un sacristán a recorrer la ciudad con una campanilla, que alertaba a los vecinos, hermanos cofrades o compañeros de armas del fallecimiento. Era este mensajero el portador de las nuevas; se detenía y anunciaba el nombre del difunto, la hora y lugar del entierro y pedía que se rogase por la salvación de su alma.
Debido al dolor y la conmoción producto del suceso, quienes vivían en la casa, no podían dedicarse a nada más que a llorar al muerto, sin pensar en cosas tan cotidianas como comer, entonces los deudos, amigos y las monjas, enviaban alimentos y preparaciones a modo de regalo junto con las condolencias. De esta forma, la mesa para recibir a las visitas, siempre estaba bien provista.
Mientras tanto, en la iglesia, monasterio o convento (según el caso) el cura y los clérigos se vestían con capa de coro y sobrepelliz. Estos eran convocados por los dobles de las campanas y debían salir en procesión hasta la casa del difunto, vela en mano y la cruz parroquial, cantando salmos y rezos para trasladar el cuerpo. Llevaban una especie de anda para este efecto, que era una mesa de madera que sostenía una caja descubierta en la parte superior donde se ponía el ataúd. Se tapaba con una tela negra. En este mueble era velado el cadáver durante unas horas en la casa particular o en alguna sala de la cofradía o convento.
Ya se encontraban ahí los amigos, hermanos y familiares, todos vestidos de negro, al igual que los esclavos y servidumbre. Se cantaban salmos, rezos y los llantos contratados de las lloronas profesionales; a más llorado el muerto, mejor le iba en la otra vida.
Se sacaba el difunto en procesión hasta la iglesia dirigida por la cruz. Detrás el féretro llevado por cuatro religiosos, lo seguían dos filas de dolientes precedidos por los clérigos y curas que marchaban cantando salmos y oraciones hasta llegar al templo, donde se dejaba en la mitad de la nave durante todo el tiempo que duraran las misas y sermones, esto podía ser un o dos días completos y siempre, las campanas repicando.
La fosa de entierro estaba abierta con antelación para evitar ponerse a cavar con toda la gente encima. Era normal que, cuando se abría el suelo para enterrar a alguien, salieran los restos de otras personas, por lo tanto, esta parte se hacía sin mayores testigos y así no herir susceptibilidades.
La losa o ladrillos, una vez terminado el entierro, eran puestos cuidadosamente en el mismo lugar que antes, intentando eliminar todo rastro de remoción. No se ponía lápida o señal alguna que indicara quien estaba enterrado ahí. Solo los obispos o presidentes tenían derecho a una lápida sencilla y conmemorativa, la que no debía sobresalir del nivel del suelo.
La creencia general era de la muerte como consecuencia directa de los pecados. El alma pasaba un tiempo en el Purgatorio y luego se iba al cielo. Si no se lograba salvar el alma, el pecado mortal la aniquilaba enviándola al infierno, desde donde no había redención posible. Por lo tanto, era de vital importancia, ayudar al alma durante el tiempo que estaba en el Purgatorio y evitar que se perdiera para siempre. Mientras, su cuerpo era custodiado en la iglesia, esperando el día de la resurrección.
Este pensamiento es el que marca la forma en que se llevan a cabo los ritos fúnebres en los tiempos coloniales. La importancia que adquiere el rito, los acompañamientos, el lugar de entierro, todo era importante para el alma. Los montos de dinero invertidos en cada parte del proceso, eran altos, porque se jugaba la última oportunidad para llegar al cielo.
Se debía pagar por cada cosa y estaba todo reglamentado. El valor del hábito mortuorio, las vestimentas de los religiosos, la tela del ataúd, la cantidad de personas que intervenían en la ceremonia, las veces que se detenía la procesión en el viaje a la iglesia, la cruz que se ocupaba (no era lo mismo usar la cruz pequeña que la cruz alta), las lloronas, las velas, los cortinajes de la casa y de la iglesia, etc. se pagaban fortunas por un funeral.
Un entierro mayor de español, con cruz alta y sacristán costaba ocho pesos. Si además se pedía vigilia, misa y dos responso, el total quedaba en 17 pesos.
Cada posa o detención en las esquinas, costaba un peso y nueve reales, pagando las velas y las telas aparte.
Se pagaba 6 pesos por una misa de honras, al año de muerte, cantada, con vigilia y diáconos. Sin los diáconos, se pagaban 5 pesos. Y por un novenario de misas cantadas con vigilia y responso al final, 3 pesos por cada misa y 4 pesos por cada responso.
Importante señalar que un médico recibía aproximadamente 180 pesos anuales o un maestro de escuela, recibía un poco más, algo como 200 pesos al año. El arquitecto Joaquin Toesca, recibía un sueldo de 50 pesos mensuales por la construcción del Palacio de La Moneda, es decir, 600 pesos anuales.
Si el difunto no era español, el valor bajaba en un cincuenta por ciento. Cabe destacar que en este tiempo, más que ser español, era vital parecer español, por lo tanto, la gente prefería pagar más para ser enterrado en esta categoría, aunque fuera mestizo. Caso emblemático de la Quintrala, que siendo mestiza dejó estipulado en su testamento ser amortajada de San Agustín, acompañada por cura y sacristán con cruz alta. Además mandó que el día de su entierro se dijera misa de cuerpo presente de réquiem cantada con su vigilia, responso, diácono y subdiácono y se me haga un novenario de misas cantadas que digan los religiosos hasta el día de las honras y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas. Además, pidió que en el convento de San Agustín se le hicieran mil misas rezadas.
Era tan importante el asunto de la salvación del alma, que se crearon las capellanías. Esta institución estaba muy arraigada en la población chilena y consistía en la celebración de cierto número de misas anuales por la memoria del difunto. Se realizaban en determinada iglesia elegida por el fundador (fallecido) quien designaba a una capellán, encargado de vigilar la realización de éstas. Para asegurar el compromiso, se financiaban con la renta de determinados bienes administrados por el capellán. De no haber bienes, el capellán recibía un monto, lo invertía y con la renta de esto, pagaba las misas. Cada capellanía estaba dedicada a cierto santo o patrono, para vigilar el buen desarrollo material y espiritual de la misión.
He mencionado la existencia de las cofradías. Estas eran agrupaciones laicas de fieles en torno a cierto santo o patrono y se dedicaban a su exaltación en las fiestas en su honor. Además, se asistían entre ellos apoyándose en la enfermedad o en la muerte y realizaban obras de caridad. Se sustentaban mediante donaciones directa de sus miembros o de las donaciones piadosas de sus vecinos, en los casos en que fuera una cofradía compuesta por miembros de estratos bajos.
Las cofradías se preocupaban de asistir material y espiritualmente al difunto en el momento de la muerte. Se ocupaban de apoyar en los gastos del entierro y funeral y de la celebración de las misas de cuerpo presente y de réquiem.
Existían cantidades de cofradías en nuestro país, prácticamente no había cristiano que no estuviera en una, sin importar si fuera indio, moreno, mulato, criollo o español.
La iglesia se vestía con telas negras; eran habituales los lienzos con imágenes de esqueletos y calaveras y se erigía un túmulo iluminado con cirios donde era depositado el ataúd. Para la inhumación, los templos se dividían en cuatro partes. La primera, inmediata al presbiterio, costaba 50 pesos en la catedral y 12 en otras iglesias. La segunda sección, 25 y 8 respectivamente. Para la tercera parte, la catedral cobraba 10 pesos y 6 las otras. Por último, la cuarta parte, es decir, al costado de la puerta de acceso, se pagaba un derecho de 6 pesos en la catedral y 4 en las demás iglesias. Además de eso, se debía pagar el consumo de cera utilizada y los valores de los repiques de las campanas.
El asunto llegó a tal, que el Rey Carlos II, el 22 de Marzo de 1693, a través de Cédula Real reglamentó los funerales para evitar el exceso de lujo. Norma que, como solía suceder en las Américas, fue acatada pero no obedecida. Los monarcas Felipe V y Carlos IV, replicaron las medidas con los mismos resultados.
Don Ambrosio O'Higgins, el presidente inglés como le decían sus detractores, molesto por el incumplimiento de las reales disposiciones, dictó en el año 1793 un bando donde se detalla cada una de las particularidades de los ritos fúnebres y sus prohibiciones, las que debían ser cumplidas so pena de una multa de 1.000 pesos aplicados a la beneficencia.
Para el caso de los pobres de solemnidad, la situación era distinta. Los cuerpos de quienes no podían pagar los altos costos de un entierro, eran dejados en el Hospital San Juan de Dios y sepultados gratuitamente en la iglesia de ese establecimiento. Lamentablemente, no faltaban las familias acomodadas que, por ahorrarse los gastos, hacían enterrar a sus muertos gratis en este lugar, dando lugar a quejas por parte de los párrocos. Felipe IV, por Real Cédula, dispuso entonces que solo se podían enterrar los cadáveres de los fallecidos del mismo hospital, dejando en desamparo a los pobres.
Para contrarrestar esta situación, se formó una cofradía de caridad bajo la advocación de San Antonio de Padua. Estos hermanos, a cambio de premios espirituales, compraron un terreno a cuadra y media de la Plaza de Armas, en la antigua calle de la Nevería, actualmente 21 de Mayo, y construyeron una capilla que en su patio inmediato daba sepultura a los pobres de solemnidad y a los indios. Como en todo orden de cosas, no faltaban los curas inescrupulosos que, pese a la norma que obligaba a enterrar a pobres e indios gratuitamente, cobraban a las familias por las exequias, obligando a los herederos a gastar lo que no tenían por el servicio.
Más adelante, a mediados del siglo XVIII surgió otro camposanto ubicado en la calle San Francisco, al sur del canal San Miguel, ya que los lugares anteriores, no daban abasto con los cadáveres.
El olor en las iglesias era espantoso, la fuente de infecciones en el hospital era peor que estar enfermo en casa. Si recordamos que, en general, la población no era muy aseada y las calles tampoco, debe haber sido mucho más en los templos, ya que los mismos clérigos se encargaban de ventilar por las noches las iglesias porque no se soportaba el hedor.
Por último, me queda mencionar que para el caso de aquellos que no tenían derecho a camposanto, es decir, los disidentes protestantes (franceses o ingleses), los suicidas y sentenciados a muerte, simplemente eran arrojados sus cuerpos al basural ubicado en la ladera del cerro Santa Lucía, dejados en las quebradas o lanzados al mar.
Actualmente, al subir el cerro, hay erigida una estatua con una placa conmemorativa que dice:
A la memoria de los despatriados del Cielo y de la Tierra que en este sitio yacieron sepultados durante medio siglo.
La escultura levantaba por Benjamín Vicuña Mackenna, marca el lugar por el que se dejaban caer los cuerpos; un postrero homenaje para quienes la Santa Iglesia Católica no tenía espacio en su anhelado cielo.
Fuentes:
- Obras Completas. Diego Barros Arana.
- Historia crítica y social de la ciudad de Santiago. Benjamín Vicuña Mackenna
- La ciudad de los muertos. Benjamín Vicuña Mackenna
- Las liturgias del poder. Jaime Valenzuela
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