Caminaba rápido por calles
ruinosas y descoloridas; la antigua torre vomitaba sus restos esparcidos
logrando sombras antes nunca pensadas. Era lo que quedaba de la Iglesia Mayor y
su campana que anunciaba los servicios. Los tonos amarillentos de las pocas
luces que estaban encendidas le daban un aspecto lúgubre a la ciudad
bombardeada, ya no se sabía si producto de las bombas caídas hace tanto tiempo
o era la desidia de sus propios habitantes, pero todo era macabro y extraño
como una obra de Dalí sin terminar. Era la tristeza que goteaba por cada
rendija y lo transformaba todo. Había sido una bella ciudad hasta el día de las
explosiones, pero luego de treinta años, ya no tenían ánimo de restaurar el
pasado. Si algo caía, ahí quedaba y los demás se acomodaban como sea. Así era
la vida ahora.
Le extrañó el silencio de la noche aunque
hacía eco de su propio cerebro; no escuchaba nada, ni vehículos en el
pavimentos o los pocos pájaros que pudieron sobrevivir, o tan siquiera el canto de algún gallo criado en
el patio de cualquier casa realizando su estertor canto antes de irse de cabeza
a la olla. Sólo el viento aullaba entre las hojas y recordó el crujir del techo
antes de salir. La radio quedó encendida, como si la empalagosa canción de amor
que sonaba fuera la mejor alarma contra ladrones desilusionados.
Miró su reloj. Pese a los kilos y
los años, aun se ajustaba bien en su muñeca. Su padre se lo había regalado
cuando se licenció de abogado y aunque no volvió a hablar con él, el reloj se
había quedado en su brazo. Iba unos minutos atrasado, pero eso daba lo mismo
porque su hermana Carmen nunca llegaba a la hora. No tenía idea de lo que podía
querer pero se le escuchaba nerviosa por teléfono; seguro alguna tontera nueva
de conspiraciones y ovnis que tanto le gustaban. El viento se detuvo justo cuando la primera
gota se anidó en su barba y le produjo un leve estremecimiento. Tonteras, no se
dejaría llevar por la atmósfera; estaba en su ciudad, en la misma esquina de
siempre y no debía tomar en cuenta ni la oscuridad o el clima. Hablaría rápido
con su hermana y se iría pronto, era lo mejor. Al fondo de la calle, la silueta
de una mujer se acercaba poco a poco.
Apuró el paso intentando verla,
pero no, no era su hermana. Esta mujer era alta y delgada; parecía una estatua
a contraluz, tan quieta y llena de energía al mismo tiempo. Inconscientemente,
se disparó una luz de alarma en su mente que le paró los pies; algo no
encajaba, tal vez su cabello suelto o la intensidad con que lo miraba, no sabía
pero había algo. Su frente se contrajo al intentar decidir qué era pero ella ya
estaba cerca. Casi alcanzó a dar la vuelta cuando la mujer le tomó el brazo y
comenzó a tirarlo con fuerza. Sintió una corriente eléctrica justo en el sitio
de contacto evitaba que se soltara y dejó de pensar. Avanzaron por calles
desconocidas, vacías; el sonido de los tacos retumbaba en las paredes de los
edificios mientras intentaba soltarse, pero ella no se lo permitía hasta que se
detuvo sin más y soltó una carcajada desapareciendo por un costado.
-
¡Hey, loca! ¡No me dejes aquí! – gritó
inútilmente. – Por la cresta, ahora cómo me devuelvo.
No sabía dónde estaba. Seguramente
en la parte antigua de la ciudad, por los balcones enrejados que se veían entre
los árboles y los adoquines húmedos que brillaban platinados. O eso creía, pero
la niebla pintaba todo con un suave toque naranjo, difuminando los contornos de
las cosas. No le extrañó, después de los ensayos nucleares el tiempo nunca
había vuelto a estar como Dios manda. A su derecha pequeñas luces se movían y
giraban, y el ruido apagado de risas llegó hasta él. Cerró un poco su chaqueta
y avanzó decidido.
Las luces de colores se movían
alegres junto con la música que salía desde el centro del carrusel victoriano
más hermoso y grande que hubiera visto. Era como el sueño que recordaba haber
tenido de niño, cuando iba a las ferias en la playa donde solo estaban esos
tristes caballitos descoloridos que chirriaban al girar. Para completar la
escena, un arlequín blanco lo invitaba a subir estirando su mano hasta él. No
supo cómo pero se encontró sentado a horcajadas en un frío corcel moteado entre
un delfín rosado que llevaba a su primera novia y el carruaje con brillos de
oro donde viajaban felices sus abuelos. Río con lágrimas en los ojos, cuando se
descubrió como un niño en el alazán negro que estaba al otro lado del círculo
gigante. El carrusel continuaba girando.
En todos lados estaba él mismo:
de adolescente caminando con la chica que le gustaba, de niño jugando con un
trencito, ya adulto cuando se casó o cuando nació su primer hijo. La música
cambió, el carrusel comentó a girar hacia atrás y el arlequín levantó su cara
justo para que viera una pantalla gigante que mostraba cada uno de su fracasos;
despedido del trabajo, rechazado en la facultad, la muerte de su padre sin
poder reconciliarse, la infidelidad de la esposa. Quiso bajarse, pero el
caballo moteado se había transformado en una silla de ejecución que lo sujetaba
con sus correas. El arlequín reía, el carrusel giraba y él gritaba tratando de
entender sin lograrlo hasta que todo se volvió oscuridad. De pronto, un dolor
profundo, visceral, comenzó a irradiarse desde dentro de su cuerpo. Sentía que
cada una de sus partes amenazaba con desprenderse de su unidad. Tenía la
garganta seca, dolorida; la cabeza le daba vueltas y mientras crecía la certeza
de que solo lo sostenían las correas que lo sujetaban. El ruido de miles de
motores funcionando retumbaba en su piel y la desgarraba en un in crescendo que
lo desarmaba. Sabía o intuía que cuando acabara ese ruido, todo terminaría
también y debía mantenerse unido hasta ese momento, pero no estaba seguro de
lograrlo cuando el corazón en la garganta amenazaba con quitarle la respiración.
Las luces de colores se apagaron de pronto y el sonido del silencio le reventó
los oidos. Intentó gritar pero se lo tragó el silencio.
Carmen entró en la casa de su
hermano caminando con calma. Los tacones de sus zapatos resonaban en el lugar
vacío y se los sacó. Al hacerlo, su pelo largo se encogió dando paso a una
transformación completa. Se miró al espejo y reconoció sus facciones de
siempre; ya no era una mujer desconocida y sensual. En su mano, el reloj de
correas de cuero que el padre de ambos le había regalado a su hermano cuando se
licenció de abogado. La estática interrumpía la canción de amor que sonaba en
la radio. La apagó de un manotazo.
Sabía muy bien lo que había
pasado y cerró su mente a los remordimientos que conocía inevitables. "Ellos" también lo sabían. Era más seguro no utilizar sus nombres, sólo el hacerlo se le ponía la piel de gallina. Les temía y mucho; aunque trataba de ocultarlo era imposible que ellos no se dieran cuenta. Siempre sabían pero no les importaba.
Conocían cada uno de los pensamientos humanos y los manipulaban cuando y cómo querían. El uso de los sueños de los elegidos era solo una estrategía entre tantas. Sacó de su bolsillo un
pequeño cuchillo e hizo la quinta marca en su antebrazo; sus ojos fijos miraron el avance lento y cálido de la sangre por su piel, cada gota reemplazando a cada uno de los entregados, cada vida por una gota de sangre; le faltaban cinco más
para terminar. Entonces, "Ellos" la recompensarían, ese era el trato. Las marcas
brillaron cuando la información llegó a destino.
Murmuró unas palabras extrañas
y la niebla comenzó a bajar tiñendo de naranjo los contornos difusos. Sí, desde
los ensayos nucleares el clima nunca había vuelto a estar como dios manda. El
clima y otras cosas. Los humanos no se imaginaban lo que habían hecho cuando
lanzaron las bombas. Pero ella lo sabía y ellos estaban casi listos para venir.
Faltaban cinco y la espera se terminaría. Al principio no quería cooperar pero
luego de unos cuantos viajes en esos extraños vehículos, no le quedó
alternativa. Era cooperar o morir también y ella no quería morir de esa forma.
Quería sobrevivir y ver la siguiente fase y si para eso tenía que entregar a su
familia completa, pues lo haría. Después de todo, los humanos eran solo un
virus más que erradicar, infeccioso como cualquier bactería. Eso le habían
explicado y ella había aprendido bien. Todos estaban condenados, pero ella no,
ella sobreviviría y sería recompensada. Aún así, al pensar en esto, una lágrima
apareció en el fondo de sus ojos quebrando en dos su mejilla; pese a todo, aun quedaba una gota de humanidad en su estrujada alma.
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