Mi
abuela me enseñó a tejer. Durante todos los años de mi infancia, la vi mover
los hilos con sus manos eternamente arrugadas. Acariciándolos con cuidado de
santo, reverencia casi, iba ella levantando y apretando, armando y tejiendo en un
tiempo ajeno al mundo.
Moviendo las manos no hay penas, decía ella, y estaba tan convencida
de eso que cuando enviudó, después de 53 años de matrimonio, pasó su luto
tejiendo la manta de su dolor. Antes de morir, pidió que amortajáramos con ella
porque quería verse linda cuando se encontrara con su viejo.
Aprendió
a tejer de su madre, y de la madre de
ella y ella de su madre también, y así, hasta el principio de los tiempos. Me contaba
que antiguamente los ponchos y mantas corraleras eran más largas, que debían
tapar las manos del huaso al correr y se usaban de soslayo, tal como lo hacía
Don Ramón Cardemil, el epítome de la elegancia patronal. Esto obligaba a las
chamanteras a poner especial cuidado en el embarrilado. No como ahora, decía, que les
ha dado por usar la manta más corta, pura tontera de modas traídas de afuera.
Pero seguía tejiendo.
Fajas
rojas y anchas, eternas, porque daban dos vueltas alrededor del hombre para
sujetar la riñonada. Mantas sencillas con franjas de colores para la faena diaria
y los hermosos chamantos, decorados con parras, espigas o copihues en tres mil
hilos mezclados con sabiduría, brotaron de sus manos. Cada manta me cuesta una parición, alegaba ella dándole con fuerza
a la paleta, apretando bien firme la trama, el secreto de la calidad.
Heredé
su casa junto a un arroyo hermoso. Sentada en la banqueta del telar, miro a
través de la ventana sin vidrio y tengo una visión completa del patio de tierra
apisonada, el horno de barro que cocina los mejores pasteles de choclo y la parra
cubriendo todo con su sombra; refresco para el verano, refugio para el
invierno.
La
urdiembre la tengo lista y voy tocando suavemente los miles de hilos finísimos
y delicados que sostendrán mi dolor. El fracaso de mi matrimonio me rompió
todos los huesos, me mojó como agua sucia y debo sacudirme si quiero seguir.
Pero si mi abuela sobrevivió a ocho partos, dos hijos muertos y la viudez
después de toda una vida, algo debe tener este telar que la mantuvo entera. La
siento a ella en mi sangre.
Comienzo
a pasar los hilos de contraste una y otra vez, en un viaje completo de ida y
vuelta sempiterno y no me doy cuenta cómo pasa la hora y oscurece poco a poco.
Al encender una vela veo a mi abuela ahí, sentada a mi lado; me comparte su
mate mientras la paleta de corazón de espino sigue golpeando y apretando. Me va
indicando las combinaciones y colores para el mejor tejido. Si, el divorcio me
hizo pedazos, pero quiero rearmarme como ella, tejiéndome un nuevo corazón, con
su día y con su noche igual que un tejido, porque la vida es así; pero más
firme, eterno y hermoso como las mantas bellas que hacía mi abuela.
Hermoso. Muchas gracias
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