Mi gata le temía a los temblores. Es cierto que todos los
gatos presienten el movimiento y se esconden, pero en ella, el asunto rayaba en
pánico. Tenía un problema en el oído, así que nunca escuchó el rugido
subterráneo y el movimiento la pillaba en plena acicalada de su peluda cola o
simplemente durmiendo. Entonces se le paraban todos los pelos, se le abrían los
ojos hasta las cejas y las uñas las clavaba con una fuerza tal, que
necesitábamos varias manos para soltarla cuando ya había pasado el sacudón. No
importaba si fuera un sillón, la cama, la pierna de alguien o la falda de la
abuela, ella quedaba colgada mirando con terror hacia ninguna parte. Uno andaba
preocupado de ponerse a salvo y de pronto, solo sentíamos el dolor fortísimo de
una mancha negra y blanco pegada como lapa encima.
El terremoto del ’85 lo pasé en la esquina de mi casa, en
un pasaje de la Rancagua Sur. Mientras mis primos perseguían a una pelota que
rebotaba intentando hacer el gol, yo quería bajar a mi gata de un árbol
gigantesco. No supe cuánto duró ni qué tan fuerte fue, hasta que me bajé,
llenos los brazos y la cara de rasguños. Las piernas tambaleantes de tanto sujetarme
en la rama, pero mi Cuchita, se había calmado y me recompensaba con un ronroneo
suave. En medio del pasaje, mi tío todavía lloraba arrodillado por el perdón de
sus pecados. Luego supe que el remezón intenso botó el frontis de la Iglesia
San Francisco; esa donde nos llevaba mi mamá a ver los santos sufrientes y
acristalados que luego nos dejaban pesadillas durante todo el Mes de María.
Para el último terremoto, el de 2010, no tenía gata pero estaba
en la misma población, esta vez, en los edificios de Almarza. Nos habíamos
cambiado hacía poco y luego de ver a Arjona, apagamos la luz y empezó el tembleque.
El instinto me hizo sacar a mi hijo de su pieza para ponernos bajo el dintel
mientras mi marido salvaba la vida del televisor, con ese instinto que solo
tienen los hombres para con los televisores. Y me pase los tres minutos eternos
gritándole que escapara de la pieza y me trajera calcetines y pantalones que a
poto pelado no podía salir. Afuera, las escaleras eran ríos por la rotura de la
copa de agua y la luna más grande y terrorífica que he visto después de tantas
luces de los cables chocantes.
Menos mal que la Cuchitina, que se llamaba según quien le
hablaba, ya no estaba o le habría dado un infarto con tremendo remezón. A ella
le tocó morir en el sueño de los gatos benditos, calientita en su cama de
chombas viejas, con todos nosotros acompañándola en su ceguera, pero feliz por
el amor que recibió de la familia que ella adoptó durante diez años. Solo queda
esperar, que en el cielo gatuno, no tiemble.
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