Jorge se paseaba
por el departamento inquieto; a sus 34 años nunca había tenido una cita y los
nervios no lo dejaban en paz. Se miró al espejo por décima vez para acomodarse
el pelo. Las flores que había comprado
estaban sobre la mesa al alcance de sus manos atrofiadas; quiso tomar un vaso
pero el temblor se lo impidió. Movió la silla de ruedas hacia la ventana en un
intento de calmarse.
Tenía apenas
doce años cuando se lesionó la columna en una piscina, el diagnóstico lapidario
lo dejó reducido a movilidad parcial. Todavía existían personas que pensaban
que desde ese día, su vida se había estancado como si no hubiera crecido más,
como si hubiera perdido la capacidad de desarrollo. Muchas palmaditas en la
mano, cariños en la cabeza y sonrisas condescendientes, como si el estar en una
silla de ruedas impidiera la madurez de su cuerpo y de su mente. Pero él se
había propuesto demostrarles que podía hacer las cosas solo, que los obstáculos
no están en el cuerpo si no en la cabeza de quien quiere tenerlo y él, no los
tenía. No había sido fácil aprender a vivir con este nuevo cuerpo que servía a
medias, pero lo había logrado. Cada acto
cotidiano, doméstico, era una meta lograda.
Lavarse los dientes, abrocharse el pantalón, marcar el celular, ir al
baño, aunque esto requería un poco más de atención ya que tenía menos
sensibilidad en sus zonas bajas y, a veces, su vejiga o intestino no le
avisaban con el tiempo necesario. Bueno, los accidentes pasan.
Pese a todo, ya
era un hombre, incluso tenía un trabajo donde era bien recibido por sus
compañeros, pero nunca había estado con una mujer; y no por falta de ganas. Le
habían gustado muchas mujeres en su vida e intentó conquistarlas, pero sus
esfuerzos chocaron con una sonrisa compasiva transformada en un gesto que no
llegaba a los ojos, una mirada de consideración como si fuera un niño
intentando hacerse el grande. Así que había llamado a una asistente que le
recomendó un amigo del Conadis. Y ahí estaba, hecho un nudo esperando a una
mujer desconocida con la que tendría sexo, al fin. Las manos le sudaban y su
estómago sonaba. Dios ahora no, por favor, un accidente era lo último que
necesitaba en este momento.
Sonó el timbre y
casi se cae por el sobresalto. Al abrir la puerta, se encontró con una mujer
morena, del tipo oficinista, ni muy joven ni muy madura. Algunas suaves arrugas
en los ojos, marcas de sonrisas generosas.
-Hola, soy
Daniela, tú eres Jorge, supongo – dijo mientras se inclinaba a saludarlo
mostrando sus blancos dientes y envolviéndolo con su perfume cálido.
Sorprendido, se
dio cuenta que los nervios se habían calmado cuando la dejó pasar para mirarla
con detenimiento. No era extremadamente bella pero se movía con gracia y tenía
un magnetismo secreto, de mujer que se conoce y sabe lo que provoca, o tal vez
era él, que ansioso imaginaba lo que vendría o lo que quería, porque en
realidad, no tenía idea de cómo iba a resultar todo. Él esperaba algo más
vulgar, el rostro maquillado con exceso y perfume barato de liquidación, pero
tenía enfrente a una mujer de mirada interesante y de quien nadie podría
adivinar su profesión.
-Toma, son para
ti. Te agradezco que hayas venido – dijo él, entregándole las flores.
Como al pasar,
sus manos se rozaron y ella levantó los ojos risueños. ¿Le estaba coqueteando?
Ella bajó las pestañas al oler las flores y lo volvió a mirar. Si, le estaba
coqueteando, ¡a él! Cuántas veces había visto esa mirada dirigida a otros
pasando de largo sobre su cabeza. Era una sensación tan extraña que si pudiese
sentir las piernas, se las abría derretido, pero tuvo la vívida sensación de
desvanecimiento ante el descubrimiento; se sintió torpe y orgulloso, con ganas
de reír como un tonto al sentir que se sonrojaba.
Conversaron un
rato de la vida, de libros, de películas. Ella no sabía mucho de algunas cosas
pero ponía toda su atención cuando él le explicaba lo que había leído, como si
de su boca saliera conocimiento puro. A veces, reía divertida de los chascarros
que le habían pasado estando en silla de ruedas, como cuando se le atascaba el
vestido a alguna chica al pasar y el aprovechaba de mirar piernas y algo más, o
cuando estaba aprendiendo a moverse con la silla y no puso el freno y comenzó a
deslizarse hacia atrás sin saberlo. Hablar con ella sobre sus limitaciones le
daba la sensación que no eran tales. En sus ojos solo había calidez y alegría,
ni un asomo de tristeza o incomodidad, era una diosa.
Hipnotizado por
su voz suave, no se percató que estaba al lado de ella hasta que, en un momento
inesperado, la mujer dejó sobre muslo una mano posesiva, íntima. Era la señal.
Él se acercó y con dedos torcidos acarició su rostro, queriendo venerarla
siempre, en un intento de agradecerle, de que entendiera lo importante que era
para él este instante preciso y eterno de sentirla cerca y la besó con timidez.
Nada lo había preparado para la conmoción en los sentidos que significó eso. Dios,
sabía a mujer, al fin; aunque nunca lo había saboreado, el instinto le dijo que
era sabor a hembra, un tono almizclado con un suave toque de alcohol y al
perfume de su cuerpo.
Ella devolvió el beso gustosa, intensa, tal como él lo necesitaba
sentir, como si de verdad estuviera disfrutándolo, saboreándolo. No había silla
ni dolor. Era un hombre ávido, masculino y entero. Ella era cálida, femenina y
generosa. Puso su mano sobre uno de sus pechos y ella sonrió dentro de su boca,
traviesa. No importaba que fuera una aventura pagada porque ella hacía que
fuera real y solo por ese gesto, por reafirmarle la hombría en ese instante, ella
fue la diosa del amor y él la amó.
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