La señora Juana llevaba trabajando seis meses en la caseta de recargo de la Tajeta BIP(1) cuando la asaltaron por primera vez. Se levantó a las seis como todos los días de ese invierno, hizo la cama luego de lavarse los dientes, tostó el pan del día anterior que comió con un tecito de canela. Antes de salir, se puso el chaleco grueso que había tejido para las mañanas, le dio un beso de despedida a la foto de su marido Luis, fallecido hacía dos años y partió caminando al paradero 10 de Gran Avenida.
Llegó
temprano, apenas la niebla se estaba levantando y las calles llena de
estudiantes y trabajadores como ella. Le costaba pensar en ella misma como una
trabajadora más si en toda su vida, su Luis se había encargado de proveer para
ella y los hijos. Pero Luis ya no estaba, la pensión no alcanzaba más que para
remedios y no quería que sus hijos gastaran dinero en ella; para eso aun tenía
energías, con 65 años recién cumplidos. En una edad en que la mayoría de las
personas se jubilaba, ella estaba en su primer trabajo; cosas de la vida no
más.
Le
tenía cariño a la casucha que le asignaron para vender las recargas de las
tarjetas. Era blanca, con un letrero grande de fondo azul y letras amarillas.
Por dentro, la señora Juana lo había hecho acogedor, le puso unos pañitos de
crochet a la mesita bajo un florerito delgado y se había traído una televisión
pequeña para seguir viendo la teleserie(2) de la tarde. Le pasaron una estufa
eléctrica que le entibiaba los pies helados y ella tomaba matecito que también
le daba calor.
No
le gustaba leer, así que el televisor le vino de maravilla aunque solo tenía
canales nacionales. A veces, cuando se cansaba de tanta mala noticia y
farándula, apagaba el aparato y disfrutaba ver pasar el tiempo mirando por la
ventana de atención hacia el parque que tenía justo al frente. En las mañanas
pasaban algunas mamás con sus hijos hacia el CESFAM(3) que estaba al fondo,
jugaban un ratito y luego se iban. Pasado el mediodía, llegaban los
estudiantes, estos más alborotados, juntos, que reían fuerte y se daban
empujones con algunas chiquillas despeinadas de faldas tan cortas que no podían
sentarse. No entendía la señora Juana por qué los niños de ahora no se podían
sentar como la gente sino que tenían que hacerlo en los respaldos de las bancas
poniendo los pies en el asiento. Seguramente sus papás trabajaban y no había
quién les enseñara que eso estaba mal.
Al caer la tarde, casi no pasaba gente por el parque, y quienes lo
hacían, no eran de buenas intensiones. Más de una vez le tocó ver cómo, con
unas pequeñas maniobras, abrían rápidamente las puertas de los vehículos
estacionados y se llevaban radios, celulares, lentes o lo que pillaran dentro.
También le tocó ver a cierto hombre que se acercaba a personas solas y cuando
las detenía para pedirle fuego, llegaban los compañeros y le quitaban todo. Era
esa la parte más ingrata de su trabajo. En esas circunstancias quería pasar
desapercibida, no fueran a hacerle algo.
Esa
mañana hacía mucho frío y era la hora intermedia entre que pasaban las mamitas
al control y los estudiantes cimarreros(4), en el matinal hablaba la Tonka sobre
cierta crema reductora. Pucha que hacían bonita pareja con Felipe Camiroaga; Felipito querido, Dios lo tenga en su Santa Gloria, ya no servía el matinal sin
él.
-¡Ya
lelita, vamos pasando toas las moneas!- escuchó a sus espaldas al otro lado del
vidrio.
Era
un chiquillo de unos 13 años, tapado a medias con el gorro del polerón y un
cuchillo de cocina en su mano derecha, en la izquierda, una piedra del porte
del su puño con la que golpeaba el vidrio.
-Pásame
las moneas vieja culiá, ¡ahora! O le pongo fuego a esta weá - gritó más fuerte
intentando meter la mano por la ventanilla.
Señor
Santo qué susto más grande, se le cayó el tazón de té caliente pero no se dio
cuenta. Con manos temblorosas fue juntando las monedas y billetes que encontró
por ahí mientras el chico seguía gritando amenazas que no oyó porque tenía el
ruido de su propio corazón en los oídos y el avemaría en la boca.
-Puta
que erí pobre, con esta cagá no alcanzo a hacer ná – se guardó el dinero en el
bolsillo – pobre de voh si me echaí los pacos, vieja conchetumare, porque te
voy a estarte vigilando.
Descargó
otro golpe en el vidrio y se fue dejando a la señora Juana sin fuerzas ni para
levantarse. Lloró un rato para descargar la angustia y luego lloró otra rato
más, cuando se dio cuenta que se había mojado los calzones y las medias del
susto.
Como
corresponde, al día siguiente, informó a su supervisor lo ocurrido pero poca
ayuda le prestaron. Se presentó en la empresa y vio cómo discutían si el dinero
que le habían quitado lo descontaban de su liquidación o, como era tan poco, lo
consideraban dentro del margen de pérdida. Cómo se sentía ella, si necesitaba
algún día de descanso para reponerse, no les importó. Le pusieron una rejilla
al vidrio que no cambiaron y sería todo, la ley no les exigía más. Llegó a su
casa y revisó contrato y liquidación, entonces cayó en la cuenta que la
empresa, como a todos sus trabajadores, les pagaba un seguro de vida. En
realidad era un aporte del 50% porque también le descontaban mensualmente por
el mismo seguro, que dicho sea de paso, el beneficiario era la empresa; es
decir, que recibirían un dinero adicional si ella se moría por causa no
natural. Así la cosa.
Ese día comenzó su calvario. Antes de dormir, revisaba todas las puertas, ventanas y resquicios para que no hubiera posibilidad de que alguien entrara pero, aun así, despertaba con cualquier ruido. Compró un candado más grande para la reja de su casa, empezó a llevar en la cartera el huevo de piedra que usaba para zurcir los calcetines y cuando veía que bajaba el movimiento en el parque del frente, bajaba la cortina un rato y la subía luego.
Despojada
de su dignidad, de la inocencia con que había mirado al mundo, de la ingenuidad
protegida en la que había descansado su vida entera, siguió trabajando aunque
ahora ya no justificaba a los delincuentes. Habían pasado de ser unos
desadaptados, faltos de oportunidades y abandonados por el sistema, a ser unos
malnacidos que la ven a una indefensa y le ultrajan la vida a punta de cuchillo
y garabatos. Consiguió que una amiga le fuera a hacer compañía algunas tardes
en la semana para tener algo de tranquilidad.
Pasaron
las semanas y la vida de a poco, bien de a poco, comenzó a ser una rutina más
tranquila. Pero algo dentro de ella había cambiado. Ya no veía solo teleseries, más la interesaban las noticias con su largo conteo de
violencias. En la noche, cuando caminaba hasta el paradero, cada sombra que se
movía detrás de ella, le parecía un delincuente; cada sonido desconocido,
era un auto del que saldrían para matarla y no había alma que la pudiera
ayudar. Era lo peor de su situación, que se sentía absolutamente indefensa.
Mientras
almorzaba el rico charquicán(5) que había traído de su casa, vio que entrevistaban
a un señor, dueño de una botillería en Macul que durante el quinto asalto que
sufría, había matado a uno de los malandras. Este señor se aburrió que le
quitaran la tranquilidad y el dinero y había comprado un arma con la que se
defendía. La señora Juana se identificaba plenamente con él pero creía que
llegar a matar a otro, era llevar las cosas al extremo. Aun así, ¿cómo se
sentiría? ¿Podría dormir tranquilo después de eso? Él decía que sí, que por
cada delincuente menos, se sentía mejor.
Perdida
en sus reflexiones no se dio cuenta del paso del tiempo y tenía el puesto
abierto a esa hora en que no es tarde pero tampoco temprano y vio, desde su
atalaya del parque, cómo el mismo chico que la asaltó a ella, cuchillo en mano,
atacaba a una mujer joven y la dejaba sangrante en el suelo. Por un segundo
alucinante, se vio a sí misma, pistola en mano, defendiendo a la pobre mujer y
espantando al asaltante, pero no se atrevió a salir sino que llamó a
carabineros que, cosa extraña por esos tiempos, llegaron al rato. Preguntas y
más preguntas, se llevaron a la mujer a constatar lesiones, que quién llamó y
todo eso. Ella no quiso declarar o verse envuelta por miedo a que el
cuchillero, como ella le decía, supiera y le hiciera algo.
Una
semana después de eso, a tres cuadras del parque, cuando iba al paradero rumbo
a su casa, no supo cómo, solo sintió el tirón en el cuello y el cuchillo en sus
riñones.
-Te
dije vieja reculiá que no me echarai los pacos – dijo el cuchillero – muere de
vieja, no de sapa, mira que a las que andan sapeando yo me las callo rapidito.
La
punta del cuchillo ya le había roto la ropa y sentía cómo hacía presión en su
piel. La pobre señora Juana, no podía hablar del miedo que tenía y un zumbido
insistente en los oídos transformaba la realidad en un horror más grande.
Intentaba decirle que ella no había sido, pero las palabras se enredaban en su
lengua traposa, miles de puntos blancos comenzaron a aparecer dentro de sus
ojos; ay Señor, la presión.
-Aprende
a estarte callá, vieja conchetumare. Me llevo esta weá también. – le quitó la
cartera -Y ya te dije, pobre de voh que andí hablando – la soltó de un empujón.
De
rodillas en el suelo, intentando controlar la respiración, no vio la patada que
le llegó justo en el hombro y la hizo caer de costado. En su mejilla recibía el
escupitajo asqueroso.
Dolor,
miedo, impotencia infinita y rabia, una rabia ciega y negra se le fue poniendo
en el alma. Caía la rabia concentrada en lágrimas partiendo sus mejillas. En un
desamparo absoluto, se levantó con cuidado y comenzó a caminar sin rumbo. No
tenía dinero para ir hasta su casa, no quería ir a carabineros, no quería
volver a su trabajo en ese parque que ahora se le presentaba como el mayor
antro de la delincuencia. Quería dormir abrazada por su Luis en un descanso sin
sueños y despertar en su vida de siempre, tranquila y sin mayor incertidumbre
que no la de no saber qué preparar de almuerzo.
Unas
personas amables la vieron, quisieron ayudarla y ella se dejó hacer. La
llevaron en un auto a un consultorio cercano, se quedaron con ella mientras
curaban sus heridas y el policía, pese a su resistencia, le tomó declaración.
Después de varias horas, la dejaron en su casa y al fin se pudo acostar. Aun
quedaba salvación para la raza humana.
No
se pudo levantar al día siguiente y una persona de la empresa se presentó
durante la tarde. El carabinero del consultorio había levantado un reporte del
asalto y les había informado a ellos de lo ocurrido. Estaba con reposo por 10
días y no se debía preocupar por los gastos médicos, que como el incidente
había sido durante el trayecto del regreso a su casa, quedaba cubierto por la
ley 16.744 de accidentes y enfermedades laborales.
El
hombre hablaba y hablaba y ella solo quería que se fuera. Qué los altos niveles
de inseguridad, que instalarían un botón de pánico en la caseta, que ya no se
podía vivir tranquilo. Solo una cosa coherente dijo el infeliz: que estábamos
igual que las películas del oeste y parecía que debíamos andar armados para
estar tranquilos. Sintió cómo en su cabeza, medio desordenada con tanto
analgésico, empezaba a tomar forma una idea. Se compraría una pistola.
Ya
más repuesta del susto y con algunos días de descanso aun, fue a una tienda
especializada para que le vendieran un arma. Le pidieron un montón de papeles,
que llenara tres formularios y dos declaraciones juradas, que debía traer un
informe psicofísico y luego de eso, le podrían entregar el arma. Mejor se fue.
Lástima que no estaba en Estados Unidos, allí por la compra de una bicicleta regalan
un revólver. En fin, comprar un arma en esa tienda, no era opción. Decidió que,
como tenía tiempo, iría a ver al señor de la botillería en Macul.
Se
demoró toda la tarde pero preguntando por ahí, llegó al local. Conversando con
el señor, este le dijo que no se preocupara, que él conocía una tienda donde no
era necesario hacer tanto papeleo. Una semana después, con los ahorros que
tenía para Navidad, al fin tuvo su pistola.
En
teoría, era fácil usarla, pero requería ejercicio y ella debía volver al trabajo,
así que la metió en la cartera y salió.
Ya
no andaba mirando continuamente sobre su hombro o evitando las zonas oscuras,
simplemente, caminaba tranquila porque tenía una pistola, no podrían hacerle
daño. Como si el arma fuera un talismán de protección, pasaban los días y a
ella nada le pasaba.
Tomó
su tejido mientras veía la teleserie de la tarde. La vida había vuelto a ser
una ordenada secuencia de acciones cotidianas y no era necesario para ella,
bajar la cortina de la caseta porque su pequeño mundo, ahora estaba reforzado.
Sintió
un grito y los garabatos surcaron el aire nítidamente, era una voz que conocía
muy bien. Levantó la mirada y vio, en línea recta a su ventana, al cuchillero
en plena acción con una señora anciana, mayor incluso que ella misma.
Esta
mujer pasaba tantas veces al consultorio que ya se habían hecho conocidas y de
saludarse a diario, comenzaron a conversar a raíz de su licencia médica. Ahora
le tocaba observar, con rabia ciega, cómo la agredía ese malnacido.
No
lo pensó dos veces y mientras observaba el ataque, su mano iba directo a la
cartera buscando el arma. No tembló al poner el brazo sobre la mesa, estirado
decididamente para hacer blanco. Era una francotiradora en su búnker recarga
tarjetas sin respirar y con lentes para ver de lejos. Por un segundo, mientras
sacaba el seguro, dudó si lo lograría o si era lo correcto; pero fue solo un
segundo, barrido por la impotencia de sentirse constantemente amenazada, por la
certeza de que no habría nadie más que pudiera ayudar a esa pobre mujer
sollozante y la rabia negra como un pozo que tenía en el corazón con la cara y
la voz de ese cuchillero desgraciado que no la dejaba dormir por las noches.
Nunca
había disparado antes y hasta hacía un año, era incapaz siquiera de pensar en
hacerle daño a un ser vivo. Pero este no era un niño, era un engendro que sólo
hacía daño a su alrededor, un cáncer de la sociedad que si no se extirpaba de
raíz, contaminaría a todo el resto y era ella, una simple mujer, la que
terminaría con todo.
Apretó
el gatillo. Un segundo o una eternidad. El tiempo era imprevisible en esos
casos. Viajó con la bala hasta entrar por la pantorrilla del agresor. Rompió la
ropa, rasgó la piel y quemó el músculo para quedarse dentro, el pinchazo
inhabilitante que logró que el malparido soltara a la mujer. El muchacho cayó
al suelo sujetando la pierna gritando miles de garabatos y la señora miraba
arrodillada tratando de distinguir quien la había salvado.
El
chico se levantó, cojeando, giró en su dirección. A través del vidrio la señora
Juana pudo sentir el odio recóndito de su mirada. Ella lo miró, a su vez,
directo a los ojos, sin temblor, sin miedo. Al momento que él comenzaba a
caminar hacia ella, la señora Juana volvió a apretar el gatillo sin mirar el
blanco, mecánicamente, enganchada todavía en la ira profunda del chico.
La
bala esta vez le dio en el pecho y el cuchillero cayó hacia atrás sin decir
palabra. Quedó tieso, inerte, suelto el esfínter en la última contracción de su
cuerpo, mojado de orines y maloliente. Los sonidos no llegaban a los oídos de
la señora Juana, el mundo quedó paralizado cuando salió de la caseta y fue
hasta el cuerpo del cuchillero, el resentimiento había dejado desnudo su
corazón, el arma aun en su mano.
No
se atrevía a tocarlo, pero era necesario para confirmar que la serpiente del
demonio estaba muerta. Le sacó la capucha y se asustó. Los rasgos suavizados
por la muerte le daban el aspecto de lo que realmente era, un niño, antes de
que la droga, la violencia y el abandono echaran raíces en su existencia. La
señora Juana lloró lágrimas silenciosas por ese niño que podría ser su nieto y
no tuvo amor para andar por la vida.
Como
si hubieran conectado los parlantes a la vida, el sonido llegó de pronto
quebrando su silencio interno. Personas se habían acercado, la mujer le
agradecía llorando el haberla salvado, carabineros llegaba espantando curiosos
y haciendo preguntas.
Ella
no dijo nada, puso el arma en las manos del policía y pidió permiso para ir a
buscar su cartera. Sacó los pañitos de crochet que había puesto en la mesa,
botó la flor y el agua del florero. Preguntó si podría después retirar el
televisor. Seguramente iría a la cárcel.
Tendría
tiempo de sobra, le dijeron, los juicios por defensa propia demoraban un año y
si tenía buen abogado, seguramente las medidas cautelares serían bajas. Daba lo
mismo. Quería sentarse a tejer y no pensar en nada. Después vería qué se podía
hacer, por ahora, trataba de entender que había matado a una persona y ya no
había vuelta atrás.
(1)Tarjeta magnética que usa como medio de pago del transporte público en Santiago de Chile.
(2)Telenovela
(3)Centro de Salud Familiar. Establecimiento de Salud Primaria
(4)Hacer la cimarra, faltar a clases
No hay comentarios:
Publicar un comentario